lunes, julio 26, 2004

En esta cultura de nuestro tiempo tan interpenetrada -cuando no contaminada- por la sociedad de consumo y el mercado, la obsesión por la obra de arte no es otra cosa que la obsesión por la autenticidad.

¿Dónde se encuentran la verdad y la emoción pura en esta hegemonía del cliché?

Constantemente, nos hacemos esta pregunta.

Los productos de ocio cultural para el consumo en el fondo no nos satisfacen. Todos carecen de la intensa profundidad que ofrece la obra de arte. No son más que espejos, superficies reflectantes sobre las que el cada vez más burdo narciso encuentra de una forma cada vez más rápida su reflejo.

Y éso está bien, tiene su momento. Todos deseamos ser seducidos, queremos escuchar lo que querremos oir, necesitamos ver lo que queremos ver, pero cuando buscamos la palabra exacta que cifre con precisión nuestro sentir todos estos artificios se nos quedan cortos. Es entonces cuando buscamos el arte, cuando sentimos la necesidad de la experiencia transformadora y liberadora. "El Código Da Vinci" o el último disco de "Kamela" nos fallan. Ya no queremos pasar el tiempo de la mejor y más entretenida forma posible. Queremos saber,  encontrar respuestas a las preguntas que sólas se nos plantean o simplemente sentirnos emocionados de la forma más absoluta y auténtica.

El sucedáneo no nos es suficiente y es entonces cuando nos preguntamos dónde está el arte.

Ya no queremos un espejo. Necesitamos un cristal transparente para somarnos a él y encontrar en el otro lado a un otro, que nos ofrece su propia imagen para que bebamos de ella el fragrante brebaje de su misterio.

Así, el arte se vuelve transgresor. Da la espalda a la homogeneidad de las industriales recetas precocinadas, para ofrecernos la heterogeneidad del otro, la diferencia sustancial que enriquecerá nuestra propia visión del mundo.

 




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