sábado, junio 06, 2009

TENNESSEE WILLIAMS

El nervio integrador que atraviesa toda la obra de Williams, convirtiéndose en su espina dorsal, esta constituido por los fracasados, los marginados, los débiles y los inadaptados. Su derrota personal y vital en un conflicto que vienen manteniendo con la sociedad y la vida desde casi el comienzo de su propia existencia.

En algún momento creo recordar que el genial Alejandro Jodorowsky escribió que la sociedad busca que seamos aquello que en realidad no somos... Y la mirada melancólica de Williams está allí, en el momento de constante fricción entre el individuo y el entorno social, en el reto que este último siempre exige al primero de adaptación.

Para Williams sólo hay dos opciones y, como consecuencia de la asunción de cada una de ellas, dos tipos de individuos: los que se adaptan y los que no pueden o no quieren hacerlo. Son estos últimos quienes con su capacidad o incapacidad se convierten en el centro neurálgico y energético de toda su obra. Personajes que están tan presentes en su locura como la Blanche Du Bois de "Un tranvía llamado deseo" o tan ausentes en su muerte como aquel inquietante primo Sebastian en "De repente el último verano".

Williams nos cuenta esas colisiones, ese no poder o no querer integrarse debido casi siempre a una imposibilidad nacida del interior de sus personajes, una tara personal que les convierte en trágicos bólidos que recorren el cielo negro de los escenarios como estrellas fugaces destinadas a la locura o al desastre... Porque, y después de todo, para Williams hay algo de verdad en la traición y la mentira que supone esa integración... aunque sólo sea la proyección de un deseo que convierte en un drama al hecho de no poder acceder a la cena donde todos los integrados disfrutan del calor de un hogar, al hecho de quedar condenado a las llamas del propio apocalipsis. Desde la locura o desde la ira, los personajes de Williams se asoman desde el otro lado de una ventana que les aparta en busca de un "algo" que desean y que jamás podrán conseguir porque, precisamente, han nacido para no tenerlo.

De todo modo, los personajes de Williams son victimas de esa incapacidad, la exhiben impudicamente entre gritos y lagrimas, convirtiéndose en monumentos en el sentido Heideggeriano del término a todo esa parte de nosotros que debe morir para que el resto siga existiendo.

¿Cuánta parte de nosotros mismos está compuesta por el "no soy"? ¿Qué pasa cuando la proporción supera a la mitad? ¿Quién es ese que nos mira desde el otro lado del espejo?

Los personajes de Williams luchan esa guerra, guardando la línea de si mismos, sin retroceder un palmo. No pueden o no quieren ceder y sufren las consecuencias de no poder o no querer ser otra cosa diferente de lo que son.... La soledad, la muerte, la locura... En definitiva la (auto)destrucción.

En este sentido, Williams es un clásico. Su teatro es un trasunto del teatro interior que hay en todos y cada uno de nuestros corazones.

Y todo esto porque anoche tuve un reencuentro con el teatro de Tennessee en la Ventilla, en el Teatro Liberarte. Allí, la compañía El rosario de la aurora presentaba un montaje compuesto de dos obras cortas del dramaturgo sureño: "Veintisiete vagones de algodón" y "El largo adios". Obras de juventud que, como fantasmas del pasado, anticipan todo lo mejor del maduro teatro de Williams.

Pese a algunas imperfecciones propias de tratarse de un estreno, especialmente las de algún actor demasiado -quizá muy demasiado- aficionado, el montaje de Javier Paez nos pone el alma de Williams, un gato negro de uñas afiladas, en el regazo.

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