viernes, julio 16, 2010

En alguna parte he escuchado que una nación no sólo debe mirar al pasado, sino también al futuro. Una nación debe enorgullecer a sus miembros por su pasado, pero también debe interesar por ser un ilusionante proyecto de futuro.
Durante mucho tiempo, seguramente más de 200 años, España ha tenido mucho de lo primero y ha venido encontrándose escasa de lo segundo. El nacionalismo español se ha acostumbrado a extraer su fuerza del recuerdo de un pasado más o menos glorioso a falta de una realidad coherente e interesante que ofrecer y ofrecerse. Sin apenas nada que poner sobre la mesa, el nacionalismo español se ha comportado como ese hidalgo hambriento que con la boca y el estómago vacíos no tiene reparo alguno en alimentar su mirada con el esplendor de los viejos cuadros y tapices que visten el helado comedor.
No debería extrañarle a ese hidalgo que, con el tiempo, con razón o sin ella, alguno de sus invitados haya intentado evitar sentarse a su mesa buscando formar sus propias casas y sus propias mesas
En relación directa con el eterno debate sobre España ha existido siempre una falta de definición de la nación española como proyecto de futuro y no hay que olvidar que el grado de adhesión a los proyectos no siempre es el mismo. Siempre hay quienes se sienten más directamente implicados que otros, quienes están dispuestos a querer estarlo y quienes por contra están abiertos a reconocer la menor posibilidad de no estarlo.
Y en este sentido, al nacionalismo español siempre le ha faltado la autocrítica suficiente como para entender el fenómeno de los nacionalismos periféricos que durante el siglo XIX y el XX han venido surgiendo en diferentes lugares del territorio del estado. Desde una irracional posición de superioridad para la que nada explica o justifica la existencia de esos incómodos invitados que, de pronto, piensan que su lugar en el mundo sea en otra casa y en otra mesa.
Y no ha podido o no ha querido entenderlo porque hacerlo supone enfrentarse a un fondo de decadencia y fracaso que ha venido desplazando a España lejos de la primera fila mundial. Desarrollar un discurso autocrítico que ha brillado por su ausencia reclamando adhesiones inquebrantables en virtud de lo que ha sido.
Durante mucho tiempo no ha "molado" ser español.
Ha flotado en el ambiente colectivo la carga negativa suficiente como para generar dudas en la periferia del sentimiento de pertenencia a lo español.
Y los nacionalismos no son otra cosa que una consecuencia más del lento proceso de nuestra decadencia histórica.
Y España nunca ha querido mirarlos frente a frente porque hacerlo quizá supusiera mirarse por primera vez de forma auténtica para descubrirse las propias vergüenzas históricas en un espejo.
¿O es que no las tenemos?

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