domingo, octubre 23, 2011

THE CONSPIRATOR

La última película de Robert Redford como director es un drama histórico de corte clásico.

"The Conspirator" cuenta la infructuosa defensa que Frederick Aitken, abogado y fundador de "The Washington Post", llevó a cabo de su defendida, Mary Surratt en el juicio que encausaba a los conspiradores del asesinato de Lincoln.

Mary Surratt, interpretada con talento por una espléndida Robin Wright, regentaba la pensión donde se reunieron los conspiradores, entre los que se encontraba su propio hijo, John. Una vez consumado el magnicidio, Surratt fue detenida, juzgada, declarada culpable y condenada a muerte por ahorcamiento convirtiéndose en la primera mujer ejecutada en los Estados Unidos.

La película cuenta los esfuerzos de Aitken por proteger a su detenido de lo que parece ser más un linchamiento que un acto de justicia.

Recién terminada la Guerra Civil, el juicio por el asesinato de Lincoln se convierte en un medio por el que la razón de Estado decide formularse expresando mediante un castigo ejemplar su firme voluntad de imponerse a todos aquellos confederados que aún no acepta la derrota.

Incriminada por pruebas circunstanciales, Surratt es presentada por Redford como una víctima de la razón de estado. No obstante, y para el director norteamericano que acredita toda una vida de lucha por los derechos civiles que le ha convertido en un demócrata prototípico, la principal víctima es el estado de derecho, la separación de poderes y, finalmente, la propia constitución que los reconoce y ampara.

Y aquí es donde reside el principal interés de una película contada con corrección y oficio, en el discurso crítico que se vierte sobre el discurso ideológico que fundamenta el sentido de las democracias modernas.

Es fácil ser demócrata cuando todo el mundo está de acuerdo, cuando el debate se produce dentro de los límites del campo de juego que todos jugamos, pero qué sucede cuando ese discurso de planteamientos globales y universales es puesto a prueba por la particularidad molesta de la verdadera diferencia, por los heterodoxos que conspiran contra ella como interfaz ideológica de una realidad política y administrativa.

Ese es el momento en que esos ideales deben ser puestos en práctica, en que ese derecho a juicio justo que se pretende universal suceda realmente y la civilización se imponga al mundo bestial del linchamiento en el que las voluntades luchan y se imponen unas sobre otras amparadas en su mayor o menor fuerza, impulsadas por sus propios intereses y necesidades.

Y en este sentido, se lee entre líneas a lo largo de "The conspirator" la puesta por obra de una verdad, la de la existencia de ese oscuro mundo de intereses oculto tras el cielo azul de un relato que establece un orden y una seguridad para tranquilidad de sus administrados, un orden y una seguridad que de nada valen cuando al otro lado de la balanza pesan los intereses creados de los que verdaderamente pueden perseguirlos y respaldarlos.

El verdadero poder se hace visible por un instante, convertido en razón de estado o en impunidad legal, agrandando la figura de auténticos héroes civiles como Frederick Aitken cuya principal heroicidad consiste en llevar hasta el extremo la mitología democrática de la igualdad y seguridad jurídica, hasta un extremo donde se abre ese abismo negro donde reinan los que verdaderamente pueden.

Por unos momentos brilla aterradora la oscuridad, pero enseguida, y del mismo modo en que se cierra una herida, vuelve la tranquila visión de ese cielo azul que nos cobija.

Y bajo su luz dulce brillan como atractivos espejismos de palacios dorados las cadenas que cada día nos atrapan.

Interesante.