sábado, enero 18, 2014

Política

Si hay algo que demuestran las actitudes de los últimos jefes de la oposición en nuestra partitocracia es que no hay prisa por ocupar el poder.

No se toman riesgos ni se plantean golpes de mano que pongan a nadie, electorado incluido, entre la espada y la pared.

En el fondo todo el mundo sabe que el propio hecho de gobernar supone un desgaste que a la primera, a la segunda o a la tercera elección les pondrá la victoria entre las manos y, lo que es peor, todos saben que en el fondo no tienen nada nuevo y revolucionario que aportar. Sólo pequeñas correcciones en un régimen de alternancia que recuerda al decimonónico de la Restauración y en el que resulta evidente que el desgaste sumado al tiempo siempre terminará proporcionándoles la mayor distancia en votos con respecto a su oponente.

¿Para qué molestarse entonces? No hay nada nuevo qué decir u ofrecer. Así que lo más astuto es sentarse y esperar porque el máximo beneficio llegará con el mínimo esfuerzo.

No hay más que esperar el orden natural del turno.

No se trata de ganar unas elecciones sino de esperar a que el contrario las pierda.

Sin embargo, no hay nada perfecto. Esta fórmula tiene también sus inconvenientes y el principal de todos ellos es la necesidad de disimular la ausencia total de un proyecto, ausencia que se traduce inevitablemente en esa pasividad, esa poca necesidad de acelerar las cosas para ocupar el poder y utilizarlo para poner en marcha un proyecto transformador.

Nada de éso hay ahora.

La política "mainstream" se ha vuelto pasiva, cool y razonable.

Como si en el fondo todo estuviera en su sitio y fuese perfecto... salvo las pequeñas correcciones tácticas de rigor generalmente en favor de los poderosos.

Y este aspecto revela el gran error táctico de la política en nuestras sociedades: por interés o por ignorancia o por las dos cosas, nuestros políticos actúan como si hubiese terminado la historia y en esta actitud revelan su pertenencia fáctica a un orden que, si no están en lo cierto y la historia continúa, debe ser superado por otra forma de organización social.

Y resulta curioso que mientras en lo económico el movimiento, el constante crecimiento, se considera una virtud, en lo político el movimiento se considera un defecto tanto desde lo táctico (sujeción al riguroso orden de la alternancia) como desde lo estratégico (la alteración de las reglas de ese juego de lo económico que la política sustenta).

El único movimiento que está bendecido en política es aquel que te devuelve al mismo sitio donde se gana el dinero de manera delirante a discreción.

Leyes del aborto que van y vienen, leyes de dependencia que se aprueban y se derogan... pero el resultado, la media aritmética de esos movimientos siempre nos sitúa a todos en el mismo sitio: engañados en las campañas electorales y cada vez más precarizados, convertidos en un prescindible ladrillo dentro del muro.

Si hubo una época en que todo lo bueno podía venir de la política convertida en el crisol energético donde sucedían todos los cambios y las transformaciones, ahora sucede todo lo contrario: la política se ha convertido en un espectáculo conservador que lo congela todo.

Hacen alta nuevos esquemas, otros planteamientos estratégicos, otras gobernabilidades y estas deben emerger en otra parte, lejos de los parlamentos donde se escenifica la legitimadora fantasmagoría de una voluntad popular que no es tal.

Después de todo los elementos básicos de esa voluntad popular son sujetos atemorizados, desinformados y cada vez menos educados, pura materia maleable que se moldea a medida a través de los medios de comunicación para luego dejar recaer sobre ellos la responsabilidad de las decisiones tomadas bajo la presión de las consignas y los mensajes.

En realidad nuestra voluntad popular está más cerca de ser un salvaje preocupado por sus condiciones materiales de su supervivencia, de un ser dependiente lleno de preocupaciones y miedos que en realidad hace lo que se le dice, que de uno de esos apolíneos individuos llenos de ética y valor moral que deciden con criterio.

La distancia que nos separa de lo que somos con respecto a ese sujeto imaginario y mítico que sustenta las bases de nuestra política se acrecienta cada vez más.

Aún estamos en la neurosis, pero no está demasiado lejos el delirio... un delirio que en lo económico ya está instalado desde hace tiempo.

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