Sólo ampliaría el concepto de obediencia maligna con la idea de conformidad maligna más aplicable a nuestros tiempos democráticos, consecuencia de la no existencia de una coerción directa sino de una hegemonía que difusamente impone una manera de pensar, la necesidad de una estabilidad…
“La indignación universal contra los crímenes del genocida procesado por los israelíes constituía, según Arendt, un impedimento para que el público y hasta los mismos jueces se percatasen de la patética y estúpida ingenuidad del reo. Era cierto que él sólo cumplía órdenes cuando exterminaba judíos y demócratas con la mayor eficiencia posible. Y aunque Eichmann no era inocente, sí era un mero tornillo en la máquina infernal. Al acuñar la hoy célebre expresión la banalidad del mal, Arendt no afirmaba que el mal fuera trivial, sino algo más. En primer lugar, podía banalizarse, es decir, formar parte de la rutina cotidiana, como ocurrió con el genocidio sistemático de judíos, demócratas, gitanos y disidentes en la Europa dominada por los fascistas alemanes, los nazis. La destrucción burocrática, industrial, de toda una etnia o colectivo ideológico se transforma en rutina de funcionamiento normal. En segundo lugar, Eichmann (y todos los millares de eichmanns del mortífero aparato) no sin siempre psicópatas criminales sino, muy a menudo, seres mediocres, grises, obedientes. Negar su excepcionalidad como asesino fue lo que escandalizó al público de la época. Lo que Arendt demostró es cómo la mediocridad moral, la cobardía de los débiles y la fácil obediencia rutinaria es lo que transforma a las gentes corrientes en mansos brazos de la brutalidad y barbarie totalitaria.
Su aviso de que no sólo la mayoría de los humanos no sólo son héroes sino que en el ánimo de muchos habita una inclinación a la obediencia maligna abrió una reflexión que dista mucho de cerrarse.”
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