Un grupo de personas están reunidas en una habitación. En medio de la misma, hay un elefante, pero ninguna de las personas que forman parte de esa reunión incluyen ese elemento de la realidad tan apabullantemente evidente en sus conversaciones.
La metáfora del elefante en la habitación es un modismo inglés que se utiliza para expresar la existencia de realidades que son bien conocidas por todos, pero de las que nadie quiere hablar.
Y la política del primer mundo hace tiempo que tiene un más que evidente elefante que es el deterioro de las condiciones de vida de buena parte de las clases medias y medio-bajas como consecuencia de las llamadas políticas de ajuste de corte neoliberal para combatir a eso que ya dura demasiado para serlo y que todavía es denominado como crisis.
La existencia de esa realidad ha supuesto la apertura de un nuevo de eje de entendimiento de la política, un eje que como línea fronteriza sitúa en un lado a la política tradicional y a otro a la política populista.
Los tradicionales no conciben la posibilidad de un cambio estratégico, asumen esta realidad de ajuste depresivo como natural e inmutable y como máximo proponen soluciones tácticas, cuando no se limitan a encogerse de hombros aceptando con resignación lo irresoluble del problema.
Los populistas plantean cambios estratégicos, de escenario, tanto desde la derecha más reaccionaria como desde la izquierda más revolucionaria.
Los primeros aceptan la agenda neoliberal como una verdad natural con independencia de las consecuencias negativas que recaen sobre la sociedad que dicen querer y defender, consecuencias que tienen que ver con una desigualdad creciente que produce la exclusión casi definitiva de los perjudicados como consecuencia de la progresiva destrucción de los estados del bienestar.
Los populistas admiten la existencia de esas realidad terrible y quieren luchar a su manera, desde la derecha o desde la izquierda, contra ella.
Y esto debería ser un valor en sí mismo con independencia de que sus soluciones nos parezcan aceptables o no.
Gente como Trump o Le Pen se atreven a hablar de ese elefante que hay en nuestra habitación.
No ignoran el creciente lado oscuro de la menguante luminosidad de nuestra realidad opulenta occidental y sin embargo el sentido común electoral sigue estando con la política electoral tradicional hecha por políticos correctos, de imagen impecable, que situados inflexiblemente la corrección política prometen gobernar nuestras sociedades desde un punto de vista que reconoce esa desigualdad que mata como inevitable.
Clinton o Macron seguramente no dirán nada preocupante pero con sus políticas contribuyen a la perpetuación de esa realidad que tanto te preocupa y de cuyos efectos negativos nadie parece hacerse responsable.
Y escribo todo ésto porque a las alturas de esta película debería ser un valor por sí mismo el atreverse a hablar de ese elefante, aunque luego esas soluciones que se proponen no nos parezcan aceptables por demasiado fascistas o demasiado comunistas.
No entiendo por qué es un valor positivo aceptar resignadamente el mejor de los males y sin embargo no lo es poner sobre la mesa temas que la correcta política tradicional no incorpora a su discurso por comodidad, pudiendo optar por las campañas de los medios de comunicación que ponen sobre la mesa toda la oscuridad de aquellos que se atreven a hablar del elefante como mejor o peor acierto.
Y parece mentira que en nuestras sociedades aparentemente educadas e ilustradas el debate sobre temas tan importantes terminen siendo reducidos a un relato emocional de buenos y malos.
No me gusta Le Pen, pero tengo que admitir que estoy más cerca de ella, que se atreve a hablar de ese elefante que de Macron que dice que no existe aunque esté apoyado en él.
La metáfora del elefante en la habitación es un modismo inglés que se utiliza para expresar la existencia de realidades que son bien conocidas por todos, pero de las que nadie quiere hablar.
Y la política del primer mundo hace tiempo que tiene un más que evidente elefante que es el deterioro de las condiciones de vida de buena parte de las clases medias y medio-bajas como consecuencia de las llamadas políticas de ajuste de corte neoliberal para combatir a eso que ya dura demasiado para serlo y que todavía es denominado como crisis.
La existencia de esa realidad ha supuesto la apertura de un nuevo de eje de entendimiento de la política, un eje que como línea fronteriza sitúa en un lado a la política tradicional y a otro a la política populista.
Los tradicionales no conciben la posibilidad de un cambio estratégico, asumen esta realidad de ajuste depresivo como natural e inmutable y como máximo proponen soluciones tácticas, cuando no se limitan a encogerse de hombros aceptando con resignación lo irresoluble del problema.
Los populistas plantean cambios estratégicos, de escenario, tanto desde la derecha más reaccionaria como desde la izquierda más revolucionaria.
Los primeros aceptan la agenda neoliberal como una verdad natural con independencia de las consecuencias negativas que recaen sobre la sociedad que dicen querer y defender, consecuencias que tienen que ver con una desigualdad creciente que produce la exclusión casi definitiva de los perjudicados como consecuencia de la progresiva destrucción de los estados del bienestar.
Los populistas admiten la existencia de esas realidad terrible y quieren luchar a su manera, desde la derecha o desde la izquierda, contra ella.
Y esto debería ser un valor en sí mismo con independencia de que sus soluciones nos parezcan aceptables o no.
Gente como Trump o Le Pen se atreven a hablar de ese elefante que hay en nuestra habitación.
No ignoran el creciente lado oscuro de la menguante luminosidad de nuestra realidad opulenta occidental y sin embargo el sentido común electoral sigue estando con la política electoral tradicional hecha por políticos correctos, de imagen impecable, que situados inflexiblemente la corrección política prometen gobernar nuestras sociedades desde un punto de vista que reconoce esa desigualdad que mata como inevitable.
Clinton o Macron seguramente no dirán nada preocupante pero con sus políticas contribuyen a la perpetuación de esa realidad que tanto te preocupa y de cuyos efectos negativos nadie parece hacerse responsable.
Y escribo todo ésto porque a las alturas de esta película debería ser un valor por sí mismo el atreverse a hablar de ese elefante, aunque luego esas soluciones que se proponen no nos parezcan aceptables por demasiado fascistas o demasiado comunistas.
No entiendo por qué es un valor positivo aceptar resignadamente el mejor de los males y sin embargo no lo es poner sobre la mesa temas que la correcta política tradicional no incorpora a su discurso por comodidad, pudiendo optar por las campañas de los medios de comunicación que ponen sobre la mesa toda la oscuridad de aquellos que se atreven a hablar del elefante como mejor o peor acierto.
Y parece mentira que en nuestras sociedades aparentemente educadas e ilustradas el debate sobre temas tan importantes terminen siendo reducidos a un relato emocional de buenos y malos.
No me gusta Le Pen, pero tengo que admitir que estoy más cerca de ella, que se atreve a hablar de ese elefante que de Macron que dice que no existe aunque esté apoyado en él.
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