Regreso a casa después de una noche muy larga.
Son las nueve de la mañana
y toda la ciudad parece afanarse en no llegar tarde.
No tengo prisa.
Mi velocidad es otra mucho más lenta.
A mi alrededor el metal chirría y ruge.
La máquina de picar carne ha vuelto a encenderse
y obedientes todos se dirigen a su metálico crater,
siendo cada uno de ellos su propia ofrenda de tiempo y cadenas.
El alma a cambio de una segunda residencia en la sierra.
No tengo prisa.
Escucho el torrente correr entre somnoliento y desbocado,
escucho también su sisífica caída por el abismo de un día más sin huella.
La lucidez de estar en la orilla lentamente me ciega.
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