R. se levanta a toda prisa de la cama.
Su madre le ha sugerido que ella podría preparar el desayuno, un café bien caliente y a ella, su hija, le ha faltado tiempo para intentar hacer una realidad pronta de su caprichoso deseo... Amor de hija, pequeño sonar pies descalzos sobre la fría tarima.
Tumbado en la cama la escucho buscar el café, intentar abrirlo, programar el microndas... En definitiva y de una forma distinta, la aventura de preparar el desayuno resonando ante mis oídos.. El mundo de esas pequeñas cosas que componen nuestra vida cotidiana vivida con la intensidad que merece, haciendo justicia al tiempo que pasa y nos pasa.
La escucho y pienso en que sólo los niños son capaces de convertir en una aventura todas esas prequeñas cosas que a los mayores nos parecen un engorro, interminables etapas que tenemos que realizar y que forman parte de un proceso que muchas veces (las más) no nos lleva a ninguna parte.
La escucho y pienso en ese niño que todos llevamos dentro, el que convierte en una aventura cualquier evento tan nimio como el acontecimiento de preparar un café, en ese niño que en la mayor parte de los casos ya está muerto, enterrado bajo un par de metros de proyectos irrealizables o por realizar.
La escucho preguntarse cómo se abre el paquete de las galletas.
La escucho vivir la vida como ya hemos olvidado vivirla: disfrutando del camino, perdiendo de vista el recuerdo de Itaca.
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