Algún día debería dejar de observar.
Si se lo propusiera quizás pudiera romper el invisible cristal que le separa de las cosas
y que le mantiene encerrado en un interminable laberinto de suposiciones,
paralizado en un eterno presente virtual
donde los recuerdos cobran la suficiente entidad
como para resultar corpóreas presencias
a su inasequible voluntad para engañarse.
Probablemente bastase con que se levantase de la silla
y realmente se decidiera a empezar a andar
con una decisión que jamás ha sentido,
una decisión que con su sola existencia
crease una fractura que separase para siempre
lo que quedaba delante de lo que quedaba detrás.
Seguramente sería suficiente con desconfiar de la tranquilidad que siente,
con no sonreír al conocido que todas las mañanas le saluda desde el otro lado del espejo...
O quizás necesitase algo más rápido y expeditivo,
algo como una piedra o un ladrillo
que poder lanzar contra esa mentira
en la que se había convertido con tanto esfuerzo.
Pero lo cierto es que esa máscara también era él.
Su materia era solamente éso,
el tibio resultado de la incesante acumulación
de seguras equivocaciones, compromisos insoslayables,
obligaciones ineludibles, inesperados aciertos,
misteriosos azares e incomprensibles coincidencias
mientras las agujas del reloj seguían corriendo.
Y seguramente parte de esa mentira era real
mientras parte de esa verdad esencial se le revelaba tan incierta
como las últimas luces del día
que apenas se bastaban para iluminar su desasosiego,
hasta tal punto que si se moviese no estaba seguro
de qué partes le seguirían y cuáles se quedarían detrás
al otro lado del espejo roto.
Estaba claro.
Algún día debería dejar de observar,
pero lo que más necesitaba ahora
era un cigarrillo.
Sonaba el teléfono.
Allá afuera la vida continuaba.
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