La deuda económica no es el principal problema de este país.
El asunto del juez Garzón vuelve a sacar a la luz el intrincado marasmo de deudas históricas y morales que consumen el espíritu de este pedazo de tierra rodeado de agua por todas partes menos una y rebosante de gentes pequeñas y tristes empeñadas en pasar facturas a discreción, sin saber que hay deudas que jamás pueden ser satisfechas o pagadas ni siquiera con la justicia.
Es un acto de madurez individual aprender a vivir con los propios errores y, de igual modo que las personas, las sociedades tiene que aprender a vivir con su historia, con sus contradicciones y fracasos como nuestra guerra civil y en este sentido sobrecoge leer los comentarios que en los principales diarios electrónicos sigue generando el juez Garzón.
Porque no se puede volver atrás en el tiempo, como mucho se puede aspirar a reescribir la historia, como demasiado a repetirla.
Y parece que se vive mejor anclado en un mundo de deudas pendientes, refugiado en un territorio familiar de filias y fobias, en un relato de buenos y malos que nos exime de cualquier responsabilidad convirtiéndonos en funcionarios del agravio que puntualmente exhiben su queja... mientras alrededor la vida sigue inadvertida y transparente.
Ojalá todos los problemas de este país se resolviesen con dinero, pero nada bueno puede esperarse mientras el país esté lleno de intransigentes imanes al servicio del Dios único de la propia interpretación de las cosas y de la historia, siempre dispuestos a ofenderse.
Nada mejor que convertirse en acreedores de deudas que jamás se terminan de pagar en un país cuya principal enfermedad parece ser la nostalgia, bien de un pasado mejor, bien de lo que pudo ser y no fue; un país cuyo presente rebosa de pasado y para el que el futuro jamás ha sido una prioridad.
Nada como ser rentista de la culpa.
Nada como tener a otro a quién señalar.
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