Sus manos construían un muro, pero sólo tenía percepción física de lo que sucedía en cada instante, la concreta acción, el concreto movimiento.
No había nada más.
Enseguida el resultado de sus acciones se desvanecía de modo que el mismo vacío que encontraba por delante quedaba atrás.
No sabía nada más.
La procedencia de los materiales era insignificante como si sus propias manos los recreasen con la mera intención de necesitarlos, con el mero gesto de utilizarlos los convocase para, posteriormente, privados de ese contacto con la fisicidad generadora de su cuerpo, regresar a la misma nada de la que habían sido llamados.
Siempre sucedía así.
Y en algún momento y sin la intervención de alguna causa aparente terminaba por abrir los ojos, como si despertar formase parte del sueño.
Y la certeza de que nada quedaría de ese muro cuando despertase le acompañaba.
Su eterno presente era el responsable de la certeza de todas las cosas.
Al menos en aquel aspecto su realidad no se diferenciaba en nada de su sueño y como casi siempre aún no había amanecido.
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