LA CENA
Respetando la unidad de espacio, y no tanto la unidad de tiempo, La Cena transcurre en el interior del imaginario restaurante romano Arturo Al Portico.
Allí durante una noche coinciden una serie de personajes en torno al acto social que significa un servicio de restaurante... Propietarios, camareros, cocineros, clientes... Y cada uno de ellos se presenta en esa cena con una historia que la cámara de Scola espía con lepidóptera delicadeza volando de un lugar a otro del interior del restaurante.
La cena es una de esas películas entrañables construida sobre personajes e historias, todas ellas diversas sucediendo al mismo tiempo con motivo de esa situación que da titulo a la película. Cada espacio, cada mesa del restaurante es ocupado por un personaje o una serie de personajes que interpretan con el instrumento de sus propias palabras la melodía de su propio carácter, de su propia historia y en este sentido La Cena me suena a delicioso concierto barroco de magistral armonía y contrapunto.
No en vano, uno de los momentos cumbres de la película... el único momento en que todos los integrantes de esa cena se unen, tiene que ver con la interpretación maravillosa de un concierto de Mozart para flauta, arpa y orquesta... y no lo hace por nada sino por presentarlos en esa esencial armonía humana que comparten, y que tiene que ver con la capacidad de ser conmovidos por la belleza, sobre el especial contrapunto que representa cada una de sus mejores o peores circunstancias.
Y parece que el propósito de Scola, en la mejor línea del escritor y guionista Cesare Zavattini -uno de los principales nombres de la rama humanista del neorrealismo- es presentar un retrato del hombre más como buen salvaje que como alimaña peligrosa para sus semejantes, que es la sensibilidad imperante en este infierno en la tierra que los neoliberales están construyendo.
El resultado final de La Cena es una agradable y cálida sensación de humanidad en que la elegancia y la inteligencia hacen de cada uno de esos personajes seres entrañables que merecen ser amados por lo que son y pese a sus tropezones y defectos.
Y en este sentido el maravilloso profesor que interpreta el siempre maravilloso Vittorio Gassmann, en su penúltima aparición en las pantallas, se convierte en una suerte de entrañable maestro de ceremonias en favor de la paz, la tranquilidad y el encuentro que culmina en un maravilloso final de sobremesa que muchos confundimos con el cielo.
Obra maestra.
Respetando la unidad de espacio, y no tanto la unidad de tiempo, La Cena transcurre en el interior del imaginario restaurante romano Arturo Al Portico.
Allí durante una noche coinciden una serie de personajes en torno al acto social que significa un servicio de restaurante... Propietarios, camareros, cocineros, clientes... Y cada uno de ellos se presenta en esa cena con una historia que la cámara de Scola espía con lepidóptera delicadeza volando de un lugar a otro del interior del restaurante.
La cena es una de esas películas entrañables construida sobre personajes e historias, todas ellas diversas sucediendo al mismo tiempo con motivo de esa situación que da titulo a la película. Cada espacio, cada mesa del restaurante es ocupado por un personaje o una serie de personajes que interpretan con el instrumento de sus propias palabras la melodía de su propio carácter, de su propia historia y en este sentido La Cena me suena a delicioso concierto barroco de magistral armonía y contrapunto.
No en vano, uno de los momentos cumbres de la película... el único momento en que todos los integrantes de esa cena se unen, tiene que ver con la interpretación maravillosa de un concierto de Mozart para flauta, arpa y orquesta... y no lo hace por nada sino por presentarlos en esa esencial armonía humana que comparten, y que tiene que ver con la capacidad de ser conmovidos por la belleza, sobre el especial contrapunto que representa cada una de sus mejores o peores circunstancias.
Y parece que el propósito de Scola, en la mejor línea del escritor y guionista Cesare Zavattini -uno de los principales nombres de la rama humanista del neorrealismo- es presentar un retrato del hombre más como buen salvaje que como alimaña peligrosa para sus semejantes, que es la sensibilidad imperante en este infierno en la tierra que los neoliberales están construyendo.
El resultado final de La Cena es una agradable y cálida sensación de humanidad en que la elegancia y la inteligencia hacen de cada uno de esos personajes seres entrañables que merecen ser amados por lo que son y pese a sus tropezones y defectos.
Y en este sentido el maravilloso profesor que interpreta el siempre maravilloso Vittorio Gassmann, en su penúltima aparición en las pantallas, se convierte en una suerte de entrañable maestro de ceremonias en favor de la paz, la tranquilidad y el encuentro que culmina en un maravilloso final de sobremesa que muchos confundimos con el cielo.
Obra maestra.
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