Siempre han existido piratas.
Los más antiguos que recuerdo son los famosos piratas Ilirios contras los que la pujante República romana se vio las caras en un par de difíciles guerras marítimas por el control del Meditarráneo, allá en el lejano siglo III antes de Cristo.
Y siempre han existido porque su ocupación resume la manera más básica, primaria y esencial de conseguir acumular riquezas materiales: desposeer a los otros de lo suyo recurriendo siempre a la violencia.
Mucho antes que el comercio o la industria existió el simple y directo saqueo del vecino rico y, en este sentido, se ha escrito mucho sobre la guerra como principal mecanismo de acumulación, medio que siguieron casi todas las culturas de la época antigua y especialmente el Imperio Romano. De hecho, un sabio como Aristóteles describe a la guerra en su "Política" como "un medio natural de adquirir".
Puede decirse entonces que hubo un tiempo en que todos los humanos practicaban la piratería entendida como metáfora de forma de acumulación. No obstante, y con la evolución de las sociedades, primero la agricultura y luego el comercio generaron modalidades de acumulación más estables y ordenadas, quedando la piratería fuera de la civilización, convertida en una práctica delictiva que precisamente alteraba ese orden necesario para la ocurrencia de otros tipos pacíficos de acumulación.
Escrito por Colin Woodward, "La república de los piratas" es una entretenida crónica de lo que viene a considerarse la Edad de Oro de la piratería.
Su época es el final del siglo XVII y el principio del siglo XVIII.
Su lugar el Caribe Español y la Costa Este de las colonias británicas de Norteamérica.
La Edad de Oro y seguramente la última gran época de la piratería, antes de que los progresivos avances de la civilización, de la industria y de la tecnología prácticamente hayan dejado a la superficie de la tierra sin un lugar en el que esconderse tan estupendo como las Tortugas o las Bahamas.
Porque si de algo se benefició la piratería fue de la incapacidad de las potencias coloniales para hacer respetar su ley por igual en todas las partes de sus crecientes imperios en los que nunca se ponía el sol. El territorio todavía superaba a la capacidad de los nacientes estados europeos para controlarlos una vez eran conquistados, generándose inevitables zonas de sombra, rincones geográficos en los que una tripulación podía echarse a la mar con la sentina llena de malas intenciones.
El control de los estados era laxo y a este rasgo contribuía también las grandes distancias y lo primitivo de unas comunicaciones en las que los edictos y las ordenes podrían demorarse meses.
En estas zonas del espacio y el tiempo para la libertad y el libertinaje florecieron personajes como Barbanegra o Charles Vane, sus banderas y sus barcos, desde las Costas de Nueva York o Carolina del Norte hasta las Antillas y las Costas de América del Sur.
Resulta curioso el papel relevante que en el nacimiento de esta Edad de Oro tuvieron las disputas dinásticas en el trono de Inglaterra.
La constante aspiración de la católica familia Estuardo contra la protestante Hannover en le marco de una Europa patas arriba como consecuencia de la muerte sin descendencia de Carlos II de España, la potencia hegemónica, tuvo su peso.
El resultado de ese trono vacío fue la famosa Guerra de Sucesión en la que Francia e Inglaterra, las dos nacientes potencias europeas, pelearon para ventilar su supremacía colocando a su respectivo candidato en el trono de España.
Los franceses que apoyaban a los Borbones continuaron utilizando a los Estuardo para intentar vencer internamente a su enemigo inglés colocando a una dinastía católica y favorable a sus intereses en el trono de Inglaterra.
Y aunque consiguieron lo que en un principio pareció una gran victoria, es decir, colocar a un Borbón en el trono de España, nunca lograron el eterno sueño de su política exterior, desde finales del siglo XVI: colocar a un rey católico, Estuardo y escocés en el trono de Inglaterra.
Más bien sucedió todo lo contrario, Inglaterra terminó constituyendo el Reino Unido de Gran Bretaña subsumiendo bajo una misma bandera, la Unión Jack, los territorios de Escocia, Gales e Irlanda del Norte...el core de su imperio colonial por así decirlo.
En lo que respecta a los piratas, resultó que el gobernador de las Bahamas a principios del siglo XVIII, Archibald Hamilton, era firme partidario de los Estuardos y pretendió apoyar la causa de los mismo, en concreto de Jacobo, contra el rey Jorge I buscando soliviantar en favor de aquel todas las Islas Occidentales, empezando por las Bahamas, la posesión que gobernaba.
Para ello no pensó otra cosa que otorgar una serie de patentes de corso que interrumpieran el flujo comercial desde las indias hacia las islas británicas. Patentes que otorgó a toda una serie de aventureros de fortuna
Las cosas no terminaron de salir, quedando los corsarios que no quisieron abandonar las bondades y rigores de la vida marítima convertidos en piratas por la autoridad inglesa, sus nombre son la tinta con la que se escribe esta Edad de Oro de la piratería que Woodward narra con soltura, en un libro entretenido y ligero..
Sin dejar de ser una puntual crónica histórica, "La república de los piratas" tiene la gran virtud de haber sido escrito para ser leído como una novela de aventuras y así se lee, con interés, de principio a fin.
Una lectura muy recomendable.
Los más antiguos que recuerdo son los famosos piratas Ilirios contras los que la pujante República romana se vio las caras en un par de difíciles guerras marítimas por el control del Meditarráneo, allá en el lejano siglo III antes de Cristo.
Y siempre han existido porque su ocupación resume la manera más básica, primaria y esencial de conseguir acumular riquezas materiales: desposeer a los otros de lo suyo recurriendo siempre a la violencia.
Mucho antes que el comercio o la industria existió el simple y directo saqueo del vecino rico y, en este sentido, se ha escrito mucho sobre la guerra como principal mecanismo de acumulación, medio que siguieron casi todas las culturas de la época antigua y especialmente el Imperio Romano. De hecho, un sabio como Aristóteles describe a la guerra en su "Política" como "un medio natural de adquirir".
Puede decirse entonces que hubo un tiempo en que todos los humanos practicaban la piratería entendida como metáfora de forma de acumulación. No obstante, y con la evolución de las sociedades, primero la agricultura y luego el comercio generaron modalidades de acumulación más estables y ordenadas, quedando la piratería fuera de la civilización, convertida en una práctica delictiva que precisamente alteraba ese orden necesario para la ocurrencia de otros tipos pacíficos de acumulación.
Escrito por Colin Woodward, "La república de los piratas" es una entretenida crónica de lo que viene a considerarse la Edad de Oro de la piratería.
Su época es el final del siglo XVII y el principio del siglo XVIII.
Su lugar el Caribe Español y la Costa Este de las colonias británicas de Norteamérica.
La Edad de Oro y seguramente la última gran época de la piratería, antes de que los progresivos avances de la civilización, de la industria y de la tecnología prácticamente hayan dejado a la superficie de la tierra sin un lugar en el que esconderse tan estupendo como las Tortugas o las Bahamas.
Porque si de algo se benefició la piratería fue de la incapacidad de las potencias coloniales para hacer respetar su ley por igual en todas las partes de sus crecientes imperios en los que nunca se ponía el sol. El territorio todavía superaba a la capacidad de los nacientes estados europeos para controlarlos una vez eran conquistados, generándose inevitables zonas de sombra, rincones geográficos en los que una tripulación podía echarse a la mar con la sentina llena de malas intenciones.
El control de los estados era laxo y a este rasgo contribuía también las grandes distancias y lo primitivo de unas comunicaciones en las que los edictos y las ordenes podrían demorarse meses.
En estas zonas del espacio y el tiempo para la libertad y el libertinaje florecieron personajes como Barbanegra o Charles Vane, sus banderas y sus barcos, desde las Costas de Nueva York o Carolina del Norte hasta las Antillas y las Costas de América del Sur.
Resulta curioso el papel relevante que en el nacimiento de esta Edad de Oro tuvieron las disputas dinásticas en el trono de Inglaterra.
La constante aspiración de la católica familia Estuardo contra la protestante Hannover en le marco de una Europa patas arriba como consecuencia de la muerte sin descendencia de Carlos II de España, la potencia hegemónica, tuvo su peso.
El resultado de ese trono vacío fue la famosa Guerra de Sucesión en la que Francia e Inglaterra, las dos nacientes potencias europeas, pelearon para ventilar su supremacía colocando a su respectivo candidato en el trono de España.
Los franceses que apoyaban a los Borbones continuaron utilizando a los Estuardo para intentar vencer internamente a su enemigo inglés colocando a una dinastía católica y favorable a sus intereses en el trono de Inglaterra.
Y aunque consiguieron lo que en un principio pareció una gran victoria, es decir, colocar a un Borbón en el trono de España, nunca lograron el eterno sueño de su política exterior, desde finales del siglo XVI: colocar a un rey católico, Estuardo y escocés en el trono de Inglaterra.
Más bien sucedió todo lo contrario, Inglaterra terminó constituyendo el Reino Unido de Gran Bretaña subsumiendo bajo una misma bandera, la Unión Jack, los territorios de Escocia, Gales e Irlanda del Norte...el core de su imperio colonial por así decirlo.
En lo que respecta a los piratas, resultó que el gobernador de las Bahamas a principios del siglo XVIII, Archibald Hamilton, era firme partidario de los Estuardos y pretendió apoyar la causa de los mismo, en concreto de Jacobo, contra el rey Jorge I buscando soliviantar en favor de aquel todas las Islas Occidentales, empezando por las Bahamas, la posesión que gobernaba.
Para ello no pensó otra cosa que otorgar una serie de patentes de corso que interrumpieran el flujo comercial desde las indias hacia las islas británicas. Patentes que otorgó a toda una serie de aventureros de fortuna
Las cosas no terminaron de salir, quedando los corsarios que no quisieron abandonar las bondades y rigores de la vida marítima convertidos en piratas por la autoridad inglesa, sus nombre son la tinta con la que se escribe esta Edad de Oro de la piratería que Woodward narra con soltura, en un libro entretenido y ligero..
Sin dejar de ser una puntual crónica histórica, "La república de los piratas" tiene la gran virtud de haber sido escrito para ser leído como una novela de aventuras y así se lee, con interés, de principio a fin.
Una lectura muy recomendable.
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