domingo, mayo 25, 2014

Fútbol y política

El origen del fútbol se encuentra en los colleges donde estudiaban las élites británicas destinadas a gobernar el imperio.

Lo que estrictamente tiene que ver con la concreción de las reglas buscando normalizar una tradición que venía existiendo desde la Edad Media sucede en los colleges de las Universidades inglesas en un proceso que se inicia en 1850 y que culmina en 1863 con la fijación de las 13 reglas que proceden de la manera que tenía de jugar al fútbol la Universidad de Cambridge.

La otra manera de jugar que tuvo futuro, la de la Universidad de Rugby, acabaría produciendo a su vez el deporte del mismo nombre.

En cualquier caso, y pese a sus orígenes elevados, el fútbol pronto fue adoptado por todos los estratos de la sociedad británica y, en este proceso, fue pasando de la élite a la gran mayoría convirtiéndose en el entretenimiento de masas de la metrópoli que el Imperio Británico exportó al resto del mundo.

En este proceso, los comerciantes, marineros y los trabajadores británicos que los intereses económicos de la entonces potencia hegemónica repartían por el mundo fueron decisivos.

Sin ir más lejos, en España, el fútbol entra por Huelva donde trabajadores británicos de las minas de Río Tinto fundan un primer equipo que sería la base del Recreativo de Huelva, el decano del fútbol español.

Poco a poco, el fútbol fue escapándose de las manos de la clase dominante yendo a parar a las manos de los dominados, aunque sólo fuera por el simple hecho incontrovertible del peso que ejerce el mayor número.

En este sentido, y en la segunda mitad del siglo XX, el fútbol ya era un deporte de masas, y de masas proletarias. Incluso en Argentina y Uruguay existen casos de clubes de fútbol fundados por grupos de carácter anarquista.

Los trabajadores encontraron en el fútbol, probablemente el primer espectáculo de masas, un vehículo de entretenimiento en los domingos y fiestas de guardar.

Y escribo todo ésto porque en los tiempos que vivimos existen discursos que convierten al deporte en el nuevo opio del pueblo y en bastante porcentaje son planteamientos acertados.

Antropologos como Desmond Morris han descrito perfectamente el papel vertebrador e integrador que juega el deporte, convertido en parte esencial de cualquier cultura, aportando uan función equilibrante de canalización del conflicto y de la agresividad, spero no es menos cierto que quedarse ahí, a mi juicio, implica permanecer en un nivel demasiado superficial.

Y digo esto porque hasta el aburguesamiento de la clase obrera que sucede a partir de la década de los sesentas del siglo pasado, una clase obrera con autoestima y un proyecto fue capaz de, al mismo tiempo, defender sus intereses colectivos e ir al fútbol todos los domingos.

Lo que quiero decir es que el problema no está en el fútbol o el deporte, el problema está en la falta de un sistema de ideas estructurado desde el que construir una nueva posición frente a los explotadores.

Las ideas se han caído, pero el fútbol permanece... y con él, y eso es lo bueno, esa capacidad de movilización y de lucha, esa autoestima que ahora se desperdicia en algo tan accesorio como el amor y la entrega a unos colores.

Antes, la entrega a unos colores era el corolario a una actitud de entrega mucho mas importante y esencial: la entrega a unos tuyos que reconocías como tus iguales y que se oponían a unos otros que perseguían unos intereses diferentes y siempre contrapuestos.

Ahora, sólo queda la entrega a esos colores y donde los intelectuales de izquierda debieran ver esperanza, la posibilidad de que no todo está perdido, sólo ven entrega y adormecimiento a una estructura de dominación.

Las élites culturales de la izquierda, cuando se enfrentan al deporte, ven la paja en el ojo ajeno pero no ven la viga en el propio: la ausencia de un proyecto ideológico alternativo cuyo mantenimiento y generación corresponde a ellos en la división del trabajo de la revolución.

Unos piensan cómo y por dónde atacar, suministran las armas de pensamiento, mientras otros las sienten como propias y se apoyan en ellas para salir a las calles y tomar el Palacio de Invierno un Octubre cualquiera.

Pero lo peor es que detrás de toda esta crítica al deporte se esconde lo peor de un comportamiento elitista: la falta de cuestionamiento propio y el abuso de una crítica que desde la superioridad de sahib intelectual se ejerce contra aquellos que están abajo y cuyas necesidades y angustias no se tienen en cuenta.

Sin un proyecto alternativo de sociedad, bastante tienen los que padecen su injusto día a día con sobrevivir la siniestra lotería de la precariedad y no les hacen la vida fácil aquellos que intentan ensuciar las pocas cosas que les permiten extraer un placer en su complicada y arrastrada vida.

Habría que plantearse si el problema no está en que la gente viva su vida lejos de la política, entregada a un sistema que los explota cada vez más y empleando su tiempo en cosas tan poco importantes como el fútbol.

Habría que plantearse si los que cuestionan a aquellos que salen a la calle a celebrar los éxitos de su equipo o que se encierran en casa a padecer los fracasos en verdad les han ofrecido algo interesante y sólido en lo que creer con tanta fuerza como creen en su equipo de fútbol.

La falta de autocrítica de la izquierda no sólo la ha desconectado de la realidad del sistema social sino también de sus soldados, de su base, que bastante ocupada está en sobrevivir al día a día.

Una base a la que, en otra vuelta de tuerca de elitismo, se la exige además que sea consciente de su propia situación y sea ella misma la que se libere. Solución que sería ideal en un mundo perfecto, pero que choca con el inconveniente práctico de la poderosa exigencia del día a día, del perverso aparato de miedos y deberes que el sistema coloca sobre los hombros de cada persona y del que resulta más difícil liberarse sin un relato.

Y la construcción de ese relato es la labor esencial e irrenunciable de esa vanguardia del proletariado que precisamente con ese relato produce un sentido, una nueva visión crítica de la realidad.

Hay que poner en juego ideas sólidas, que funcionen de verdad.

Hay que convencer y, si no convences, puede que el problema sea de aquellos a los que no convences, pero también puede ser que esas ideas no resulten del todo convincentes aunque a uno se lo parezcan.

El problema no siempre está en los demás que quizá encuentren rechazable el sentirse culpable de las pocas cosas que en su día a día les dan placer.



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