Otto Rank, uno de los primeros discípulos de Sigmund Freud, puso patas arriba los dogmas del psicoanálisis cuando en 1924 -creo recordar- publicó un libro titulado "El trauma del nacimiento". En él, Rank desposeía al psicoanalítico Complejo de Edipo del primer lugar en el ranking de acontecimientos traumáticos en la vida del individuo.
El hecho de nacer era mucho más importante: un acontecimiento traumático que podía equiparse a una experiencia cercana a la muerte y en el que el bebé tenía que desplazarse desde la placenta hasta el utero materno en un agónico pugnar en el que incluso debe cambiar físicamente de posición.
No todo el mundo comparte las teorías de Rank, el propio Freud las rechazó como el padre severo que fue con sus discípulos provocando otro de los grandes cismas del psicoanálisis, pero tampoco nos cabe la menor duda del carácter extremo que tiene ese momento tanto para la madre como para el hijo.
En el nacimiento hay un despliegue desesperado de épica agónica en el que la vida lucha por existir y hay mucho de esa épica agónica en la nueva película de Christopher Nolan, "Interstellar", porque si algo nos transmite esta difícil e imperfecta historia es el esfuerzo que realiza la humanidad en abandonar el seno de su madre tierra.
Es con esta emoción con la que me quedo, con ese salto al vacío que realizan los personajes que la protagonizan convertidos en desesperadas lanzas que una humanidad contra las cuerdas, y al borde de la extinción arroja hacia la oscuridad inhóspita del espacio exterior.
La desesperación ante la incertidumbre, el pavor en el salto al vacío que supone la expedición de la nave "Endurance" es realmente sobrecogedor, tanto como el de los solitarios predecesores enviados a explorar posibles planetas que habitar y convertidos en la pura metáfora de un acto híbrido entre la apuesta y la fe ciega.
Desde luego que hay cosas que no me funcionan en "Interstellar" especialmente el tema de esos misteriosos "ellos" habitando un mundo imposible de imaginar, más allá de las tres dimensiones y que por definición es inefable y que por lo tanto no es tan fácil de contar. Después de todo, los relatos siempre son lineales, tienen un principio y un fin y es difícil contar dentro de esa estructura algo que lo rebasa desde la pura simultaneidad.
Y digo que no me funciona, pero también añado que no me estorba.
La descripción de ese trauma de nacimiento, de esos primeros pasos fuera del planeta tierra me llenan completamente de una extraña mística en el que lo pequeño y vulnerable de la naturaleza humana expuesta a los rigores de fuerzas mucho más poderosas se da la mano con la grandeza de la voluntad de querer, del esfuerzo por la supervivencia contra todo y pese a todo.
Al final la vida que vivimos, nos vive. Nos exige continuar y se las arregla para perdurar gracias a nuestro esfuerzo, nuestra voluntad de seguir viviendo hasta el último instante.
En este sentido, "Interstellar" transmite un mensaje contrario al que parece que transmite con sus toneladas de inmisericorde drama espeso y gris como el polvo que sepulta la granja de Cooper y la vuelve yerma.
Nos habla de cosas bellas que hay en nosotros, sentimientos altruistas que nos llevan más allá de las estrellas que cualquier noche podemos alcanzar a ver brillar.
Nada que merezca la pena se consigue desde el individualismo y el egoísmo que, curiosamente, son valores que cuentan mucho hoy en día.
Excepcional.
El hecho de nacer era mucho más importante: un acontecimiento traumático que podía equiparse a una experiencia cercana a la muerte y en el que el bebé tenía que desplazarse desde la placenta hasta el utero materno en un agónico pugnar en el que incluso debe cambiar físicamente de posición.
No todo el mundo comparte las teorías de Rank, el propio Freud las rechazó como el padre severo que fue con sus discípulos provocando otro de los grandes cismas del psicoanálisis, pero tampoco nos cabe la menor duda del carácter extremo que tiene ese momento tanto para la madre como para el hijo.
En el nacimiento hay un despliegue desesperado de épica agónica en el que la vida lucha por existir y hay mucho de esa épica agónica en la nueva película de Christopher Nolan, "Interstellar", porque si algo nos transmite esta difícil e imperfecta historia es el esfuerzo que realiza la humanidad en abandonar el seno de su madre tierra.
Es con esta emoción con la que me quedo, con ese salto al vacío que realizan los personajes que la protagonizan convertidos en desesperadas lanzas que una humanidad contra las cuerdas, y al borde de la extinción arroja hacia la oscuridad inhóspita del espacio exterior.
La desesperación ante la incertidumbre, el pavor en el salto al vacío que supone la expedición de la nave "Endurance" es realmente sobrecogedor, tanto como el de los solitarios predecesores enviados a explorar posibles planetas que habitar y convertidos en la pura metáfora de un acto híbrido entre la apuesta y la fe ciega.
Desde luego que hay cosas que no me funcionan en "Interstellar" especialmente el tema de esos misteriosos "ellos" habitando un mundo imposible de imaginar, más allá de las tres dimensiones y que por definición es inefable y que por lo tanto no es tan fácil de contar. Después de todo, los relatos siempre son lineales, tienen un principio y un fin y es difícil contar dentro de esa estructura algo que lo rebasa desde la pura simultaneidad.
Y digo que no me funciona, pero también añado que no me estorba.
La descripción de ese trauma de nacimiento, de esos primeros pasos fuera del planeta tierra me llenan completamente de una extraña mística en el que lo pequeño y vulnerable de la naturaleza humana expuesta a los rigores de fuerzas mucho más poderosas se da la mano con la grandeza de la voluntad de querer, del esfuerzo por la supervivencia contra todo y pese a todo.
Al final la vida que vivimos, nos vive. Nos exige continuar y se las arregla para perdurar gracias a nuestro esfuerzo, nuestra voluntad de seguir viviendo hasta el último instante.
En este sentido, "Interstellar" transmite un mensaje contrario al que parece que transmite con sus toneladas de inmisericorde drama espeso y gris como el polvo que sepulta la granja de Cooper y la vuelve yerma.
Nos habla de cosas bellas que hay en nosotros, sentimientos altruistas que nos llevan más allá de las estrellas que cualquier noche podemos alcanzar a ver brillar.
Nada que merezca la pena se consigue desde el individualismo y el egoísmo que, curiosamente, son valores que cuentan mucho hoy en día.
Excepcional.
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