Un muerto siempre quisiera ser menos que un
muerto.
Sus labios inmóviles constantemente lo suplican
mientras inmunes a sus lamentos
nosotros, los vivos,
les llevamos, les traemos,
les hablamos, les decimos,
les hacemos ser mucho más
que ese pedazo de silencio yermo
que muy a su pesar suyo ya solo pueden ser;
Interesadamente les traicionamos
(aunque digamos que les sentimos y queremos),
nos adueñamos de su indefenso silencio
para convertirlos en el mejor y más ganador
de esos siniestros argumentos
que siempre utilizamos para producir más muertos.
Todo el preciado tesoro del recuerdo
de su dolor y su tragedia,
la memoria de toda su carne y sangre derramada
bien valen la siniestra rutina de este esfuerzo
abyecto.
Y arrancado de su largo e interminable sueño
su polvoriento desorden desnudo de polvo y
huesos,
se dispone interesadamente sobre cualquier helada
mesa
para clamar siempre a un concreto y escogido
cielo.
Pero para ellos, el distorsionado eco
de alguna manoseada verdad
transfigurada en su nombre
apenas significa nada.
Dedicados a lo suyo,
condenados al imperceptible esfuerzo
de lentamente confundirse con el olvido,
se desvanecen inmóviles
como arrastrados por un viento
que mágicamente sopla en silencio.
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