“Las consecuencias de la institucionalización de un mercado de trabajo resultan patentes hoy en los países colonizados. Hay que forzar a los indígenas a ganarse la vida vendiendo su trabajo. Para ello es preciso destruir sus instituciones tradicionales e impedirles que se reorganicen, puesto que, en una sociedad primitiva, el individuo generalmente no se siente amenazado de morir de hambre a menos que la sociedad en su conjunto se encuentre en esa triste situación. En el sistema territorial de los cafres (kraat), por ejemplo, «la miseria es imposible; resulta impensable que alguien no reciba ayuda si la necesita»1. Ningún kwakiutl «ha corrido nunca el menor riesgo de padecer hambre»2. «No existe hambre en las sociedades que viven en el límite del nivel de subsistencia» 3. Del mismo modo, se admitía también que en la comunidad rural india se estaba al abrigo de padecer necesidad y, podemos añadir, que así ocurría también en cualquier tipo de organización social europea hasta comienzos del siglo XVI, cuando las ideas modernas sobre los pobres, propuestas por el humanista Vives, fueron debatidas en la Sorbona. Y, puesto que el individuo no corre el riesgo de morirse de hambre en las sociedades primitivas, se puede afirmar que son en este sentido más humanas que la economía de mercado, y al mismo tiempo que están menos ligadas a la economía. Como si se tratase de una ironía del destino, la primera contribución del hombre blanco al mundo del hombre negro fue esencialmente hacerle conocer el azote del hambre. Fue así como el colonizador decidió derribar los árboles del pan, a fin de crear una penuria artificial, o impuso un impuesto a los indígenas sobre sus chozas, para forzarlos a vender su fuerza de trabajo. En ambos casos, el efecto es el mismo que el producido por las enclosures de los Tudor con sus estelas de hordas vagabundas. Un informe de la Sociedad de Naciones menciona, con el horror consiguiente, la reciente aparición en la sabana africana de ese personaje inquietante característico de la escena del siglo XVI europeo: «el hombre sin raíces»”
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