Pasión o sumisión: lo que el fútbol argentino enseña al Atleti


Hay una escena en la película argentina El secreto de sus ojos que me fascinó cuando la vi por primera vez. El investigador busca a un asesino desaparecido y su amigo Sandoval le dice una frase que se me quedó grabada: “El tipo puede cambiar de casa, de nombre, de trabajo… pero nunca va a cambiar de pasión”.

Entonces lo entendí como algo bello: la pasión como raíz firme de identidad, una fidelidad que sobrevive al miedo y al tiempo. Me conmovió pensar que algo así podía definirnos para siempre. Pero, con los años, empecé a mirar de otro modo esa fidelidad absoluta.

Soy simpatizante del Atlético de Madrid y no soy un buen aficionado según los estándares actuales. Hay cosas que veo, no me gustan y lo digo. He visto cómo, a lo largo de la última década, la relación entre la afición y el equipo ha cambiado. Con la llegada de Diego Simeone, el club consolidó un relato que exalta la entrega sin condiciones: luchar, sufrir, creer hasta el final. Ese discurso, que al principio unió a la hinchada y al equipo en torno al esfuerzo y la identidad obrera del Atleti, también trajo una consecuencia silenciosa: la devoción incondicional pasó a ocupar el lugar que antes tenían la exigencia y la crítica. Al principio todo fue bien, pero poco a poco empezó a llegar el desgaste inevitable en todo proyecto deportivo y para mi sorpresa empecé a notar que ya no había espacio para cuestionar la gestión o pedir más ambición deportiva, y poco a poco esa ausencia de exigencia me fue generando una sensación de impotencia, sobre todo en los tres o cuatro últimos años.

Esa frustración —ver cómo el amor al club se convierte en resignación y marketing— me llevó a buscar explicaciones. Y por supuesto la encontré en el fútbol argentino, allí descubrí que desde hace más de veinte años sociólogos y periodistas debaten justamente sobre este fenómeno: cómo la pasión extrema, el llamado aguante, se transformó en un capital simbólico que otorga poder a algunos y desactiva la capacidad crítica del resto.


1. Las barras bravas y el nacimiento del aguante

El concepto de aguante surge en las barras bravas argentinas, que desde mediados del siglo XX dejaron de ser grupos espontáneos para convertirse en actores con poder social, económico y político.

  • Valor central: el aguante es un código de honor. Significa animar sin rendirse, viajar miles de kilómetros, soportar frío y violencia, enfrentarse a rivales y nunca abandonar.

  • Prestigio interno: quien “aguanta” más gana estatus, liderazgo y privilegios: entradas gratuitas, viajes financiados, favores económicos o políticos.

  • Ejemplos: las barras de Boca Juniors y River Plate —La Doce y Los Borrachos del Tablón— han usado el aguante para mantener control territorial y negociar con directivas y partidos; la de Boca es célebre por su poder para condicionar decisiones y obtener beneficios.

  • Capital simbólico: siguiendo a Pierre Bourdieu, el aguante funciona como un recurso de prestigio que solo vale dentro de este mundo pero que abre puertas muy concretas: empleo, dinero, acceso al club y protección.

Es un sistema que exige demostración constante: no basta con declararse fiel, hay que estar presente, resistir, mostrar cicatrices y narrar hazañas. Es, literalmente, una economía de honor.


2. El debate argentino sobre la pasión incondicional

Desde los años noventa, y especialmente tras episodios de violencia como asesinatos entre facciones de barras, académicos y periodistas comenzaron a cuestionar esta ideología. Investigadores como Pablo Alabarces, José Garriga Zucal y María Verónica Moreira, junto con periodistas como Ezequiel Fernández Moores, han mostrado que el aguante, nacido como identidad popular, se transformó en una herramienta que beneficia a barras y dirigentes.

Los críticos identifican varias consecuencias:

  • Violencia estructural: el aguante legitima la agresión como prestigio. Ejemplo: enfrentamientos armados entre facciones de La Doce o las guerras internas de la barra de River (Los Borrachos del Tablón), que dejan muertos y heridos pero refuerzan jerarquías.

  • Redes clientelares y captura dirigencial: dirigentes y políticos usan a las hinchadas como fuerza de presión y movilización electoral. Ejemplo: barras que organizan actos partidarios o cobran “seguridad” en los propios estadios.

  • Mercantilización de la pasión: el marketing convierte el aguante en producto. Campañas que venden camisetas con lemas como “aguante sin límites” o abonos “premium” para quien “está siempre”.

  • Neutralización de la protesta: el hincha incondicional consume y apoya sin exigir. Ejemplo: aumento de cuotas sociales o ventas de jugadores clave sin reacciones masivas porque cuestionar sería “no aguantar”.

  • Impacto deportivo: la devoción absoluta crea un clima donde el equipo “gana hasta cuando pierde”. Derrotas de clubes grandes (Boca, River, Racing) se narran como gestas heroicas: “perdimos pero pusimos huevo”. Esto reduce presión competitiva y permite proyectos mediocres sostenidos por relato emocional.

Frente a esta crítica, hay quienes defienden el aguante como identidad popular y resistencia frente a élites económicas. Pero cada vez es más evidente que este romanticismo sostiene estructuras que ni mejoran la gestión ni fortalecen el juego.


3. Del código de la barra al hincha común en Argentina

El aguante nació como un capital simbólico propio de las barras, pero en las décadas de 1980 y 1990 se volvió el patrón dominante de identidad en todo el estadio argentino. El proceso fue lento pero efectivo, con varios factores combinados:

  • Difusión mediática: la prensa deportiva y la televisión empezaron a retratar a la barra como “la hinchada que no abandona”, reforzando la idea de que el verdadero hincha es el que siempre está. Pablo Alabarces señala que “el aguante dejó de ser una práctica subcultural para transformarse en un lenguaje nacional del fútbol argentino” (Alabarces, Hinchadas, 2018).

  • Música y cultura popular: los cánticos que nacieron en la primera línea ultra se hicieron himnos colectivos. Canciones que glorifican “alentar en las malas” pasaron de las facciones violentas a todo el estadio. Como escribe José Garriga Zucal: “el aguante se canta para convencer y convencerse: quien canta demuestra que soporta, que no claudica” (Garriga Zucal, Haciendo amigos a las piñas, 2005).

  • Romanticismo del sufrimiento: la narrativa del “pueblo que aguanta” se volvió épica de resistencia: Racing llenó el Cilindro en quiebra y celebró ser fiel incluso sin títulos; San Lorenzo y Huracán convirtieron la supervivencia en motivo de orgullo; River y Boca vendieron récords de asistencia en sus peores años.

  • Merchandising e industria cultural: camisetas y banderas con frases como “aguante sin límites” o “fiel hasta la muerte” comercializaron la identidad de sufrimiento. Fernández Moores ha advertido que “el fútbol argentino construyó un campeonato paralelo: el de la pasión, que se puede ganar incluso perdiendo partidos”.

  • Neutralización de la crítica: cuestionar la gestión pasó a ser sinónimo de “pecho frío” o “traidor”. Garriga Zucal describe cómo “el verdadero hincha no protesta, banca”; esa presión simbólica silenció a muchos socios críticos.

El resultado fue un traspaso cultural: el código de la barra —pensado para diferenciar y dar poder a un grupo reducido— se volvió ideal colectivo. El hincha común pasó de ciudadano con voz a cliente devoto cuya principal prueba de amor es aguantar sin reclamar. La exigencia institucional y deportiva se debilitó bajo la consigna implícita de que “alentar es más importante que cuestionar”.


4. La exportación cultural: el caso del Atlético de Madrid

Esta lógica ha cruzado océanos y ha impregnado clubes europeos. El ejemplo más claro es el Atlético de Madrid, que en la última década ha construido un relato que glorifica el sufrimiento heroico y la entrega sin condiciones.

  • Marketing institucional: el lema “Hacer Atleti”, las campañas “Coraje y Corazón” y “Nunca dejes de creer” exaltan el sentimiento por encima de los resultados.

  • Simeone como catalizador: frases como “Que la gente crea” o “Si se cree y se trabaja, se puede” reforzaron la idea de apoyo incondicional; pidió banderazos y respaldo en momentos clave, celebró a la grada incluso en derrotas.

  • Mudanza al Metropolitano: pese a críticas por precios y trato al abonado, el discurso de aguante y creer desactivó gran parte de la protesta.

  • Relación con ultras: el Frente Atlético mantuvo contactos con cuerpo técnico en momentos críticos; Gabi, Koke y Simeone se acercaron a la grada radical para pedir calma o agradecer tras derrotas; en 2016 y 2019 hubo visitas de este grupo a entrenamientos; el club y el técnico han emitido disculpas públicas tras episodios violentos de la afición radical.

No es casual que este relato haya prendido con Diego Simeone. Como futbolista en la Argentina de los años 90, vivió el apogeo del aguante: barras cada vez más poderosas, medios que glorificaban el sufrimiento heroico y un clima donde la fidelidad sin condiciones era la medida de la identidad. Su propio estilo —garra, sacrificio, pertenencia— encarnaba ese código. 

Al llegar al Atlético como entrenador, trajo consigo esa cultura emocional: partido a partido, si se cree y se trabaja, se puede, que la gente crea. No parece una estrategia calculada de control, sino el lenguaje afectivo en el que fue socializado. El club supo capitalizarlo y lo convirtió en marketing: un aguante suavizado y romantizado, pero que mantiene su núcleo original de pasión incondicional y silencio crítico.

En este contexto, los ultras han funcionado como agentes catalizadores privilegiados: el “hincha ideal” que dialoga con el club y con el vestuario desde un lugar de poder simbólico. Pero lo decisivo es que este modelo ha terminado moldeando a toda la afición.

Durante décadas, el Vicente Calderón fue un espacio profundamente crítico y combativo. En los años 70 y 80 eran habituales las pañoladas y abucheos contra entrenadores o directivos cuando el equipo rendía mal o se encarecían los abonos; en los 90 se coreó con fuerza “Gil vete ya” y se organizaron manifestaciones contra la familia Gil; tras el descenso de 2000 surgió la campaña “Yo soy del Atleti pero no de Gil”, con peñas movilizadas y pancartas exigiendo cambios; cada venta dolorosa —de Futre a Torres— generaba protestas visibles y presión social.

En contraste, la última década ha visto cómo ese espíritu crítico se diluía. Hubo escasa contestación ante la venta y demolición del Calderón y la mudanza al Metropolitano, pese al malestar por precios y ubicación; las ventas de ídolos como Torres, Agüero o Griezmann se asumieron con resignación; las finales de Champions perdidas se narraron como epopeyas más que como fracasos que requerían autocrítica; temporadas mediocres se aceptan porque “el Cholo nos hizo creer”.

Sin necesidad de pertenecer a los grupos radicales, el aficionado común ha asumido hoy el rol de seguidor fiel antes que el de socio exigente. El paradigma de devoción acrítica se impone: creer y resistir vale más que cuestionar, incluso cuando la gestión es opaca o el proyecto deportivo pierde ambición.


5. Consecuencias y aprendizaje

El aguante crea comunidad y memoria compartida, pero cuando se convierte en dogma sirve más a dirigentes y negocio que a la calidad deportiva. Los estudios sobre el fútbol argentino han mostrado que esta transformación tiene dos dimensiones clave:

  • Económica: al neutralizar la protesta social, los clubes han podido endeudarse, malvender jugadores, firmar contratos televisivos lesivos y sostener administraciones clientelares sin que la masa social ejerza presión real. Como explica Pablo Alabarces (Hinchadas, 2018), “la pasión es un capital que legitima; mientras haya hinchas que llenen estadios y compren camisetas, la dirigencia puede gobernar sin rendir cuentas”.

  • Deportiva: la exigencia competitiva desaparece. Ezequiel Fernández Moores habla de un “campeonato paralelo de la pasión” que se celebra aunque se pierdan títulos: el club puede sobrevivir a años de fracasos deportivos porque el relato heroico del aguante mantiene intacta la adhesión emocional. El resultado son proyectos mediocres sostenidos por mística más que por gestión profesional.

  • Estructural: José Garriga Zucal describe cómo este modelo debilita la democracia interna: “cuando la legitimidad proviene de alentar sin cuestionar, el socio deja de ser ciudadano para convertirse en espectador cautivo”.

La experiencia argentina ofrece ejemplos elocuentes:

  • Racing Club (80-90): orgullo de “la hinchada más fiel” mientras el club entraba en quiebra y fue gerenciado externamente.

  • San Lorenzo: pasión barrial pero crisis económicas y deportivas cíclicas; barras con poder político mientras la gestión se degradaba.

  • Independiente: antaño exigente, acabó aceptando descensos y deudas millonarias bajo el relato de la fidelidad.

  • Newell’s y Rosario Central: barras convertidas en actores políticos; identidad de aguante usada para sostener proyectos sin plan deportivo ni transparencia.

“El aguante no explica por qué un club fracasa, pero sí por qué puede fracasar durante años sin que pase nada”, resume Fernández Moores.

Sin embargo, esta mirada no es unánime. Algunos académicos y periodistas reivindican la pasión como resistencia cultural frente a la mercantilización y la elitización del fútbol. Señalan que la fidelidad de las hinchadas mantiene vivo un sentido popular que, sin ese aguante, habría sido arrasado por lógicas puramente comerciales. Desde esta perspectiva, el hincha que no abandona preserva identidad y comunidad frente a dirigentes y mercados.

El debate sigue abierto: entre quienes ven en el aguante una trampa que protege gestiones corruptas y mediocres, y quienes lo defienden como último reducto de cultura popular frente a un fútbol cada vez más negocio.


6. Mirar la pasión con ojos críticos

La pasión es hermosa cuando fortalece identidad y comunidad. El problema es cuando se vuelve absoluta e incuestionable. Convertida en dogma, se transforma en un mecanismo de violencia simbólica: el aficionado debe estar siempre agradecido —por tener club, por competir, por “sentir” algo— aunque la gestión sea opaca o el proyecto deportivo pierda ambición.
Quien cuestiona corre el riesgo de ser señalado como “pecho frío”, “traidor” o “mal hincha”. Así, la devoción se convierte en un sistema de control emocional que desactiva la voz crítica y legitima decisiones tomadas sin transparencia.

Entender el aguante como construcción social y como capital simbólico permite amar un club sin someterse a esa presión. Ser hincha puede significar exigir, debatir y pedir ambición sin dejar de sentir pasión.

Como resume Pablo Alabarces: “El aguante no es solo pasión inocente: es un relato que produce identidad, pero también poder, violencia y negocio”.

Vuelvo a la escena de El secreto de sus ojos: “El tipo puede cambiar de todo menos de pasión”. Aquella frase que me conmovió hoy la leo con otros ojos: la fidelidad que parecía virtud puede ser también una cadena invisible que otros saben aprovechar.

Esa fidelidad —el amor inquebrantable, la promesa de estar “en las buenas y en las malas”— encierra también una inflexibilidad autoritaria. La psicología social lo explica: cuando la identidad personal se fusiona con la del grupo, cualquier discrepancia se vive como traición; quien cuestiona es expulsado simbólicamente. Pierre Bourdieu llamaría a esto violencia simbólica: un poder que actúa sin golpes ni amenazas explícitas, imponiendo una obediencia emocional.

Así, la pasión deja de ser libre y se convierte en deber, sostenida por el miedo a ser un “mal hincha”. Nos empuja a agradecer siempre y a callar ante cualquier gestión o fracaso. Lo que parecía un gesto noble de lealtad termina funcionando como un mecanismo de control social y emocional.

Recuperar la capacidad de amar y exigir es un acto de madurez colectiva: pasión sí, pero sin renunciar a la crítica que hace mejores a los clubes y dignifica a quienes los sostienen.

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