No creo que a estas alturas de la película quepa la menor duda de lo que mola la valiente Rosa Parks.
Bueno... Después de lo sucedido hoy, no sabría qué decir.
El caso es que Rosa ocupó los asientos de la parte media del autobús, que estaban vacíos y que, aunque estaban del lado definido para los blancos, eran una zona fronteriza que podía ser ocupada por los negros si ningún blanco los reclamaba.
Lo que pasó es que los asientos delanteros se llenaron y siguieron subiendo blancos, tantos que podían quedarse en pie mientras había negros sentados en la zona definida para los blancos.
Inconcebible.
Ilegal.
Y así fue que el solícito conductor consideró que el orden del mundo no debía quebrarse, que la ley tenía que ser cumplida y pidió a Rosa que se levantara, que cediera su sitio a un joven blanco que ni siquiera exigió su derecho.
Fue entonces, cuando ella se negó, cuando empezó la épica.
E imagino que, si le preguntaran a nuestro Mariano Rajoy si Rosa Parks hizo bien, aquel sería lo suficientemente inteligente como para contestar afirmativamente.
Ya ha cruzado la suficiente agua bajo el puente como para que exista la suficiente unanimidad al respecto.
Esa concreta ley del estado de Alabama merecía ser desobedecida. Se trataba de una ley que consagraba la tremenda injusticia de definir lugares específicos para blancos y para negros.
Pero estoy seguro que todavía queda algún cazador de zarigüeyas que vive en un trailer park de Alabama con su hermana a la que le ha hecho ya un par de hijos que sueña con que algún día vuelvan los buenos tiempos, las buenas leyes.
Y también no estoy menos seguro de que esos tiempos no volverán.
Porque todo cambia... y las leyes también.
Después de todo, las leyes, si no vienen de algún dios, no son un valor absoluto.
Son un medio para garantizar la convivencia y no un fin en sí mismas.
Como toda obra humana están sujetas a la falibilidad y al paso del tiempo.
Otra cosa es esconderse detrás de la ley, convertir la obra del hombre en ley natural.
Lo que se decidió una vez será así para siempre y, de paso, evito el tener que afrontar el incómodo hecho de que el 80% de los catalanes quieran votar, incluso algunos (cada vez menos) que no.
Y lo cierto es que no puedo evitar pensar a Rajoy, con su gorrita de conductor, obligando a levantarse a Rosa Parks... o, por lo menos, intentándolo porque algo me dice que Rosa es demasiada mujer para Rajoy.
En cualquier caso, esta imagen forma parte de la tristeza del día, un día poblado de decenas de imágenes en las que, en defensa de esa ley con vocación de eternidad, cuerpos policiales del estado se lían a palos con pacíficos ciudadanos que sólo quieren votar.
Expresarse.
Y hacerlo en el marco de una sociedad que se define como abierta y que, buscando hacer honor de semejante condición, debiera haber tenido la propensión casi intuitiva a facilitar las cosas en lugar de impedirlas.
Pero, y aun sabiendo que se trata de algo ilegal, no puedo evitar sentir algo terrible, desproporcionado y muy siniestro en el modo en que hombres, mujeres y niños han sido tratados por el no tan simple hecho de querer votar.
Y es entonces cuando vuelvo a recordar la tremenda lucidez cifrada en los versos del poeta Jaime Gil de Biedma, esos versos que dicen que la historia de España es la más triste de todas las historias.
Y es entonces cuando lo entiendo todo.
Es esa misma tristeza la que en este domingo, primero de octubre, ha venido a vernos.
Bueno... Después de lo sucedido hoy, no sabría qué decir.
El caso es que Rosa ocupó los asientos de la parte media del autobús, que estaban vacíos y que, aunque estaban del lado definido para los blancos, eran una zona fronteriza que podía ser ocupada por los negros si ningún blanco los reclamaba.
Lo que pasó es que los asientos delanteros se llenaron y siguieron subiendo blancos, tantos que podían quedarse en pie mientras había negros sentados en la zona definida para los blancos.
Inconcebible.
Ilegal.
Y así fue que el solícito conductor consideró que el orden del mundo no debía quebrarse, que la ley tenía que ser cumplida y pidió a Rosa que se levantara, que cediera su sitio a un joven blanco que ni siquiera exigió su derecho.
Fue entonces, cuando ella se negó, cuando empezó la épica.
E imagino que, si le preguntaran a nuestro Mariano Rajoy si Rosa Parks hizo bien, aquel sería lo suficientemente inteligente como para contestar afirmativamente.
Ya ha cruzado la suficiente agua bajo el puente como para que exista la suficiente unanimidad al respecto.
Esa concreta ley del estado de Alabama merecía ser desobedecida. Se trataba de una ley que consagraba la tremenda injusticia de definir lugares específicos para blancos y para negros.
Pero estoy seguro que todavía queda algún cazador de zarigüeyas que vive en un trailer park de Alabama con su hermana a la que le ha hecho ya un par de hijos que sueña con que algún día vuelvan los buenos tiempos, las buenas leyes.
Y también no estoy menos seguro de que esos tiempos no volverán.
Porque todo cambia... y las leyes también.
Después de todo, las leyes, si no vienen de algún dios, no son un valor absoluto.
Son un medio para garantizar la convivencia y no un fin en sí mismas.
Como toda obra humana están sujetas a la falibilidad y al paso del tiempo.
Otra cosa es esconderse detrás de la ley, convertir la obra del hombre en ley natural.
Lo que se decidió una vez será así para siempre y, de paso, evito el tener que afrontar el incómodo hecho de que el 80% de los catalanes quieran votar, incluso algunos (cada vez menos) que no.
Y lo cierto es que no puedo evitar pensar a Rajoy, con su gorrita de conductor, obligando a levantarse a Rosa Parks... o, por lo menos, intentándolo porque algo me dice que Rosa es demasiada mujer para Rajoy.
En cualquier caso, esta imagen forma parte de la tristeza del día, un día poblado de decenas de imágenes en las que, en defensa de esa ley con vocación de eternidad, cuerpos policiales del estado se lían a palos con pacíficos ciudadanos que sólo quieren votar.
Expresarse.
Y hacerlo en el marco de una sociedad que se define como abierta y que, buscando hacer honor de semejante condición, debiera haber tenido la propensión casi intuitiva a facilitar las cosas en lugar de impedirlas.
Pero, y aun sabiendo que se trata de algo ilegal, no puedo evitar sentir algo terrible, desproporcionado y muy siniestro en el modo en que hombres, mujeres y niños han sido tratados por el no tan simple hecho de querer votar.
Y es entonces cuando vuelvo a recordar la tremenda lucidez cifrada en los versos del poeta Jaime Gil de Biedma, esos versos que dicen que la historia de España es la más triste de todas las historias.
Y es entonces cuando lo entiendo todo.
Es esa misma tristeza la que en este domingo, primero de octubre, ha venido a vernos.
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