Tengo que confesar que en los años de vida que llevo vividos jamás he visto ofendida a una persona cuya inteligencia gozase de mi estimación.
Ante lo que para otros bien pudiera resultar ofensivo esas personas siempre se defendían recurriendo a la ironía o el sentido del humor (ambas, buenas armas de destrucción masiva de la estupidez); en casos más extremos, se acababa en el cinismo, siempre buscando la oferta del otro, nunca la propia porque después de todo el sentirse ofendido es un acto de debilidad de la inteligencia.
Como el niño que no puede encajar el triangulo en la forma del cuadrado, la ofensa es la rabieta de la inteligencia que no da más de sí y cede su lugar a la cuesta abajo que es el animal irracional para el ser humano.
No me tengo en mucha estima cuando mi carne se debilita y me ofendo.
Tampoco tengo en mucha estima a los que llevan la ofensa por bandera.
Deberíamos exigirnos un poco más porque al final la ofensa no es otra cosa que una forma de violencia.
Al final, buscamos que el otro como mínimo se calle y sea nuestra airada voz la única que clame en el desierto de la inteligencia en que el debate se ha convertido.
Nada bueno surge de la ofensa porque su razón de ser está en las propias limitaciones: No saber, no querer aceptar los límites de la propia creencia, temer la sola posibilidad del cuestionamiento y de la incertidumbre.
Mejor que el otro, el que nos ofende, se calle, que se desvanezca.
"No hay bestia tan feroz" titulaba el novelista Edward Bunker una de sus obras, refiriéndose al ser humano.
Y esa ferocidad empieza por conductas como la ofensa. conducta muy común porque siempre es y será más fácil dejarnos llevar por el animal que todos llevamos dentro, traicionar lo mejor de nosotros mismos: la humanidad y la inteligencia.
Mejor rebajarse y perder los papeles, que intentar elevarse sobre este mundo feroz de bestias con forma humana.
Ante lo que para otros bien pudiera resultar ofensivo esas personas siempre se defendían recurriendo a la ironía o el sentido del humor (ambas, buenas armas de destrucción masiva de la estupidez); en casos más extremos, se acababa en el cinismo, siempre buscando la oferta del otro, nunca la propia porque después de todo el sentirse ofendido es un acto de debilidad de la inteligencia.
Como el niño que no puede encajar el triangulo en la forma del cuadrado, la ofensa es la rabieta de la inteligencia que no da más de sí y cede su lugar a la cuesta abajo que es el animal irracional para el ser humano.
No me tengo en mucha estima cuando mi carne se debilita y me ofendo.
Tampoco tengo en mucha estima a los que llevan la ofensa por bandera.
Deberíamos exigirnos un poco más porque al final la ofensa no es otra cosa que una forma de violencia.
Al final, buscamos que el otro como mínimo se calle y sea nuestra airada voz la única que clame en el desierto de la inteligencia en que el debate se ha convertido.
Nada bueno surge de la ofensa porque su razón de ser está en las propias limitaciones: No saber, no querer aceptar los límites de la propia creencia, temer la sola posibilidad del cuestionamiento y de la incertidumbre.
Mejor que el otro, el que nos ofende, se calle, que se desvanezca.
"No hay bestia tan feroz" titulaba el novelista Edward Bunker una de sus obras, refiriéndose al ser humano.
Y esa ferocidad empieza por conductas como la ofensa. conducta muy común porque siempre es y será más fácil dejarnos llevar por el animal que todos llevamos dentro, traicionar lo mejor de nosotros mismos: la humanidad y la inteligencia.
Mejor rebajarse y perder los papeles, que intentar elevarse sobre este mundo feroz de bestias con forma humana.
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