La ciudad está llena de oficinistas que pierden la mirada en las ventanas,
de pasos rápidos y prisas,
de inflexibles relojes que exigen,
de trenes y autobuses perdidos,
de empujones, tropezones y aceras.

La ciudad está llena de oficinistas que ofrecen su cuerpo a la ciencia
con la intranquilidad de estar haciendo lo correcto,
y también con la tristeza de que, después de todo,
esa corrección no sea otra cosa bien diferente,
que siempre sea lo que siempre llega
en su eterna hora en punto,
cuando la mesa está vacía
y no queda ya cena.

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