No estoy del todo seguro de que películas como August Rush me gusten realmente.
Vaya por delante que la película es un emocionante melodrama construído con la perversa intención de hacernos llorar, de emocionarnos con sus asépticas y perfectas emociones empaquetadas al vacío como las pechugas de pollo o las zanahorias.
El hecho de perseverar contra todo y todos en el propio afán, en la propia misión, que uno no se da sino que le hace a uno... y lo que es más importante la apoteosis final del éxito del soñador ante una realidad que se confunde con el mejor de sus sueños es un escenario que por si solo tiene el poder de conmovernos cuando en la oscuridad de la sala prsenciamos la película cogidos de la mano con los más hermosos de nuestros fracasos.
August Rush repite enésimamente esa fórmula de emocionante éxito inagotable y hay que decir que lo hace con eficacia y calidad.
El producto funciona... con baladita final incluída.
No se a vosotros, pero a mi fracaso le hacen gracia mis lágrimas plastificadas, basadas en pálidos reflejos de auténticas emociones y de cuyas alargadas sombras, convertidas en telúricos ecos, extraen su fuerza.
Sonríe mientras me las limpia con las yemas de sus dedos.
Sabe que la tristeza es algo mucho más serio, una pesada oscuridad que se queda con el personaje que interpreta Robin Williams mientras August Rush realiza su sueño ante nuestras miradas emocionadas.
Sabe que, cuando llega, no hay música que valga.
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