jueves, junio 25, 2009

Encontrarte con alguien que hace veinticinco años que no ves es una sensación extraña, como si el tiempo se plegara y de pronto todo hubiera sucedido ayer. Las diferencias fisiológicas se convierten en simples accidentes sin importancia. Los sonrientes y mellados niños de ayer son ahora canosos tipos de mirada más o menos cansada, pero eso es lo de menos.
Lo importante es la materialización del recuerdo en un presente que lo revive intacto, la conexión espiritual que es un puente de cristal construido por encima de las tempestuosos aguas del tiempo. Y muchas cosas se toman justo en el lugar exacto donde se quedaron, como casi nada hubiera sucedido.



Y de algún modo es también encontrarse con esa parte perdida del tiempo en que uno mismo empezó a ser el acierto o error que en mayor o menor medida es.
El excitante momento en que todavía todo era posible y los caminos por recorrer eran cientos.


Primeras copas, primeros cigarrillos, primeros fracasos, primeros aciertos... y en todo la pionera excitación del comienzo cuyo impulso sismico todavía se siente por obra y gracia del encuentro.



Un inesperado espejo en el que mirarse cuyo reflejo es un viaje en el tiempo.

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