sábado, diciembre 12, 2009

La ciudad está llena de oficinistas
que suspiran en el filo de la hora en punto
antes de estrellar su reloj contra el helado suelo,
que se agarran al quicio de la corbata para no caer,
que prefieren la asfixia como la distancia más corta
entre los dos puntos de siempre
antes de caer en el injusto limbo del suelo
y clavarse como punzantes astillas
las manecillas que marcaban las muertas horas de ayer,
que caminan sobre ellas como quién anda sobre brasas,
contando obsesivamente cada llaga despertada,
cada gota de sangre aventada,
anotando concienzudamente su incomprensión de cada dolor
en una interminable cuenta muy larga
mientras se prenden la mancha nueva de cada día en la solapa.

La ciudad está llena de oficinistas
que se miden constantemente la altura y el peso,
que a toda prisa revisan la predicción del tiempo
para un hoy que ya se les escapa
mientras incansablemente se vigilan
el reflejo que les devuelven los espejos
con el detenimiento de quién se toma la tensión,
mientras con desconfianza se espían el latir del pecho
experimentando una vaga y persistente sensación de transparencia,
de progresivo desvanecimiento.


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