Ya he puesto por escrito más de una vez mi admiración por esta película de Sidney Pollack.
Seguramente en otras ocasiones no he puesto suficiente énfasis en una cualidad de la película que, por extensión, es una cualidad siempre presente en el buen cine.
Por paradójico que parezca ya que el cine se basa en la incontastable evidencia de la imagen, una de las principales cualidades del buen cine es precisamente transmitir al espectador la duda sobre esa evidencia que está viendo. Lo que se sugiere, lo que no se cuenta de forma evidente son aspectos que enriquecen las imágenes aportandolas un valor extra de significado que el espectador sólo puede intuir.
Y al final la ligazón que mantiene atados a los tres personajes principales, Harry Kilmer (Robert Mitchum), Eiko (Keiko Ishi) y Tanaka Ken (Ken Takakura), es un acontecimiento de su pasado que el espectador, poco a poco, va reconstruyendo a base de miradas, palabras a medio decir e intuiciones en un suspense emocional pocas veces repetido en otra película que el que les escribe recuerde.
Por encima de la trama de ajuste de cuentas que es la superficie sobre la que se desarrolla la historia subyace el candente magma de una historia que mantiene irremediablemente unidos a los tres personajes en una red de acciones y omisiones terriblemente complicadas por el abismo cultural que separa el occidente del Japón y que les convierte en emocionantes esclavos del propio pasado.
Un abismo que en un imposible gesto de agradecimiento y perdón, y al comprender el verdadero sentido de esa melancólica trama que les une y atrapa, Kilmer intentará suturar como si de una abierta herida se tratara realizando un gesto lleno de simbolismo que implicará la entrega de una parte de sí mismo a cambio de la libertad de los tres.
Siempre maravillosa.
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