Todas las generaciones de directores cinematográficos desde que el cine existe cuentan con directores que son perfectos conocedores de su oficio, capaces de poner en marcha complejos y punteros proyectos cinematográficos y llevarlos a buen puerto en tiempo y forma, prendiendo en la pantalla un fuego lleno de corrección, preciso, que a nadie defrauda.
Ridley Scott ha devenido a esta condición.
Sus películas son exactas, suceden puntuales como los trenes, incluso llegan a entretener, pero todas y cada una de ellas resultan demasiado frías. Uno echa en falta menos compostura académica, algún despeinado mechón rebosando la pantalla, alcanzando la mirada del espectador. Y este Robin Hood que nos presenta el director británico tiene esa frialdad de un partido de cricket en robots.
Toda la energía, el ánimo que enciende las imágenes que Scott diseña con tiralíneas está en la mirada de ese portentoso actor que es Russell Crowe. Sin él, "Robin Hood" es un deslucido ejercicio de corrección. Scott le necesita para que su película traspase, baje de su marmóreo pedestal y llegue hasta el espectador para tocarle.
La magnética presencia de Crowe mantiene a flote la correcta rutina narrativa que Scott desarrolla.
Del mismo modo que hay películas de productores o de guionistas, hay películas de actores. La practica totalidad de las películas que Crowe ha protagonizado para Scott lo son.
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