Pasaron las horas.
Volaron los minutos de unas manos
que, ebrias, se creyeron para siempre rebosadas.
Y el despertar es en la misma habitación,
en la misma cama despeinada,
pero son otras las circunstancias:
afuera, el día aguarda,
desde el olvido, los relojes claman.
Ya hay tiempo y se les acaba.
Sobran miradas, caricias,
un pesado batir metálico de garras
merodea impaciente
al otro lado de la puerta cerrada.
Y volverán a ser tenue sombra sin cuerpo,
incomprensible silencio pequeño,
torpe tropiezo,
mirada extraviada.
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