Rodeados por el amanecer,
sorprendidos por su luz mansa
en el final de una turbia madeja,
vaso a vaso, palabra a palabra,
por fin desentrañada.
Con los labios vacíos
y todo ese silencio que les abrasa
apostado a ese brillante despunte
que se esconde asustado
tras un esfuerzo final de mirada franca.
Tan desconfiados como siempre
que la vida alisa, aclara,
parece desdecirse de su habitual palabra áspera
pero, a la vez, tan decididos
como les permite ese discreto hábito de soledad
que, sin quererlo, han acabado vistiendo.
Presintiendo que la salvación aguarda
en el final de uno cualquiera
de aquellos pequeños acuerdos
para quebrarles la distancia
y, traspasándoles la espesada piel,
reventarles las ceñidas costuras del alma.
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