Uno de los argumentos más torticeros es pedir la perfección y esperar pacientemente la puntual aparición del detalle que la contradice para apoyarse en él y realizar cuestionamientos oportunistas que van como puñaladas por la espalda desde lo particular hacia lo general. Y en este sentido está resultando muy decepcionante el modo en que bastante medios están enfrentando los movimientos sociales de indignación que están surgiendo por todo el país.
Da mucha pena asistir al espectáculo de periodistas, comunicadores, sociólogos y politólogos pasando una y otra vez el dedo por la pared de este movimiento social en busca del menor atisbo de grasa, de suciedad, con las histéricas maneras de un Salieri ofendido en lo más profundo del alma.
Y es que casi siempre nos pierde lo analítico, la interminable y asintótica descomposición del hecho en mil y un detalles, proceso en el que siempre nos perdemos confundiendo la realidad con el deseo y en el que siempre terminamos topando con el seductor reflejo de aquello que deseamos encontrar.
Falta el punto de vista sintético, la visión global, el directo enfrentamiento con la superficie del hecho, que en este caso empieza simplemente por considerar que lo que está sucediendo por todo el país es el inevitable estallido social frente a una situación injusta de inicio.
La capacidad de tragar de las personas ha resultado tener un límite.
Y ante semejante situación tertulianos y opinadores se convierten en patéticos cantantes que sólo saben interpretar una única canción, la suya, su gran éxito, el que les ha llevado a estar donde están, desde diferentes perspectivas, cada loco con su tema, pero compartiendo en su mayoría la incapacidad para afrontar este evento social que resucita el inexistente pulso de este fallecido país con la imprescindible nobleza necesaria para comprender las cosas desde otros mundos posibles.
Francamente, escuchando debates y tertulias, no sabría decir quién es peor, si los partidos o ese patético cuarto poder que tenemos en este país donde abunda el miedo a la libertad, a lo anárquico y cambiante de las situaciones genésicas, que aún están por cristalizar y que surgen casi como una necesidad incontrolable pulsional de desahogo y gasto, sin ningún propósito concreto, imperfectas y jamás a la medida de un sistema cuajado de ideas y valores.
Es jugar con las cartas marcadas exigir la perfección a algo que no es más que un puñetazo en la mesa.
Una actitud muy propia de aquellos que no saben en realidad a qué sabe o huele la libertad y que, como los mejores toreros de salón, sólo saben recitarla, hablar de ella, manosearla con la lengua hasta llenarla con sus babas y, por supuesto, cuestionando de paso desde lo que les separa a aquellos que se están atreviendo a cogerla por las solapas.
Hay una responsabilidad social también en esa famélica actitud moral, que constantemente pide cuentas, que no cesa de exigir dibujando inflexible la línea que separa lo bueno de lo malo, demandando del otro criticado la mera aceptación resignada de una verdad exhibida con la impúdica ostentación libertina del que vive el delirio de saberse siempre libre del error, del lado de los elegidos, en lo cierto.
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