Se detiene.
Con esfuerzo se arranca la cabeza de los hombros.
Sin la menor duda la revienta contra el suelo.
Y enseguida se agacha,
arrodillado hurga con paciencia
por entre los sangrientos pedazos
buscando reconocer algunos de esos olvidos
que sentía tan incomprensiblemente ciertos,
como escondidos entre los interminables pliegues de su estar,
siempre marchados un segundo antes de su llegada,
por definición inalcanzables,
habitando las esquivas e intocables sombras
que dejan cada uno de sus parpadeos
sobre la desnuda pared de su sueño.

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