Apenas hay referentes de estabilidad, de sentido común.
Impera la sofistica orientada a objetivos, unos objetivos que en absoluto son altruistas sino que están al servicio de llenar hasta arriba las más variadas cestas de la compra.
Nadie escucha.
Todo el mundo habla.
Se limita a decir con calculada irritación o ensayada tranquilidad lo que quiere decir y en contra de quién ha planeado decirlo.
De algún modo me recuerda a un patio de colegio donde cientos de niños juegan cientos de partidos en cientos de campos que se superponen los unos sobre los otros.
Nos vendría bien un poco de un imposible silencio monacal, un poco de cordura y entre los participantes un poco más de fuerza de voluntad para subordinar el propio interés personal a alguna idea constructiva y altruista que no sólo incluya a los propios.
La comunicación como concepto está matando el debate público.
Las personas se están convirtiendo en terminales que publicitan discursos monolíticos que se pronuncian intransigentes a través de sus labios de alquiler.
Es curioso.
Nadie discrepa de sí mismo.
Todo el mundo lo tiene muy claro.
Y la principal consecuencia es que el debate público no es de fiar.
Se ha convertido en un mercado persa donde los discursos compiten entre sí y, como bien decía el olvidado Marx, en el mercado prima el valor de cambio. No su valor de uso, de verdad, sino aquello que quienes tienen necesidad de comprarlo están dispuestos a dar por él y en este sentido aspectos como la oportunidad o la necesidad se convierten en igual de relevantes.
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