sábado, agosto 23, 2025

Incendios


Los incendios que devastan estos días el oeste de España no son únicamente una catástrofe ambiental. Son también un espejo incómodo en el que se refleja la política de nuestro tiempo. Frente a una emergencia que reclama coordinación, serenidad y responsabilidad, lo que hemos presenciado es un nuevo episodio del enfrentamiento partidista: acusaciones cruzadas, titulares diseñados para erosionar al adversario, y una ausencia llamativa de deliberación común.

Este contraste entre tragedia real y teatro político no es un accidente. Es el síntoma de un deterioro estructural de la política en las democracias capitalistas de las sociedades opulentas. En el discurso solemos hablar de la democracia en clave ideal: como un sistema de representación ciudadana, un espacio para el debate informado y la búsqueda del bien común. Sin embargo, en la práctica cotidiana se ha convertido en una caricatura salvaje, un desalmado esperpento, espectáculo decadente y polarizado, donde los actores políticos hablan para los suyos y contra un enemigo, pero rara vez con el conjunto de la ciudadanía. En términos de Jürgen Habermas, lo que debería ser una acción comunicativa orientada al entendimiento se transforma en su contrario: una incomunicación sistemática cuyo fin no es alcanzar acuerdos, sino constatar una diferencia irreductible. Y, sin embargo, esa diferencia es en gran medida un simulacro: no expresa proyectos de sociedad incompatibles, sino un engaño pactado de relatos enfrentados, donde la sangre nunca llega al río. La polarización, más que abrir un conflicto real, funciona como representación teatralizada de una división que, al mismo tiempo que los produce,  confirma a cada bando en su papel legitimador de “buenos” y “malos”. Se trata de una polarización que moviliza, sí, pero no desde el entendimiento ni desde la confrontación de ideas —como reclamaría la teoría de la política—, sino desde la salvaje realidad de la agitación de las emociones más bajas: la ira, el resentimiento, el miedo o el desprecio hacia el otro.

El politólogo Colin Crouch definió este fenómeno como post-democracia: las instituciones formales continúan en pie, pero la sustancia de la política se vacía, sustituida por un marketing de confrontación. Esta deriva se acompaña de un proceso de desideologización: los grandes relatos y proyectos de transformación social han sido desplazados por estrategias de comunicación que convierten la política en pura táctica electoral. En este mismo sentido, Pierre Bourdieu, desde otra perspectiva, describió el campo político como un espacio de luchas donde lo que importa no es tanto la resolución de problemas como la reproducción de posiciones de poder. Y Chantal Mouffe subrayó la dimensión agonística de la democracia, donde la figura del adversario es constitutiva del juego político, aunque hoy ese antagonismo se reduzca a un enfrentamiento virtual sin horizonte ideológico real. Se hace política como mínimo a pesar de alguien y como máximo en contra de alguien,

Todo ello converge en lo que Guy Debord llamó, con precisión premonitoria, la sociedad del espectáculo. Los incendios arden, pero lo que importa no es detener el fuego, sino lo que parece importar mas a nuestros políticos es producir a cualquier precio relatos, imágenes y frases que legitime la posición propia propios seguidores y deslegitime la contraria. El debate público se reduce así a un combate de hinchadas, un intercambio simbólico para fans incondicionales que deja en segundo plano lo que realmente cuenta: la gestión de la catástrofe, la protección de vidas y bienes, la anticipación de nuevas tragedias. 

El bienestar acumulado en nuestras sociedades opulentas que retozan despreocupadas como gordos sultanes decadentes en su harén ha amortiguado, y terminado por hacer innecesaria, la política como gestión de la supervivencia colectiva en un mundo de recursos finitos. Se ha instaurado así una política del amo, en el sentido hegeliano: ensimismada, complacida en su propio juego de símbolos, indiferente a todo lo que no sea ella misma. Asi, la política ha devenido en un entretenimiento ideológico, convertido en el nuevo deporte del siglo XXI: dinámicas de hinchada, identidades de camiseta y enfrentamientos rituales que claramente proceden del imaginario deportivo. No se discuten proyectos de sociedad, se anima a un equipo y se insulta al contrario. Pero cuando lo real irrumpe de la mano de la catástrofe —ya sea el colapso climático, una crisis económica o esta crisis de incendios imparables— aparece aquello que ningún relato puede domesticar. Lo real se muestra entonces como lo inasimilable, poniendo a prueba los discursos y volviéndolos incapaces de dar cuenta de lo que sucede. Es en ese instante cuando esta política revela lo que es: un decadente conjunto virtual de prácticas que resultan insuficientes e ineficaces frente a lo inapelable de lo real. Solo queda la esperanza de que esos fans para los que se habla sigan creyendo que la culpa es del otro, aunque ya no quede nada mas.


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