Sirat o cuando el camino se desvanece

Hay títulos que funcionan como trampas, como esas flores carnívoras cuyo color atrae a la presa que será devorada. Sirat es uno de ellos. El espectador llega buscando lo que el nombre promete: el puente islámico del juicio final, una parábola sobre el tránsito entre mundos, quizá alguna forma de redención o de sentido. Pero la película le ofrece otra cosa: la disolución de todo relato posible. En ese sentido, el título replica la estructura misma del filme: promete un camino y lo retira.

Los europeos que protagonizan esta historia penetran en el desierto marroquí persiguiendo cada uno su propia fantasía: el padre, la esperanza improbable de encontrar a una hija desaparecida; los jóvenes, la ilusión de una autenticidad que creen que una rave en mitad de la nada puede ofrecerles. Todos llegan convencidos de que el desierto es un escenario disponible para su relato. Confunden el desierto real con el desierto imaginado; interpretan el territorio como si fuera un decorado para su búsqueda.

Ese error es su Sirat: un sendero que solo existe en su cabeza.

La ruptura llega mucho antes de que ellos lo entiendan. Primero, en la desaparición brutal del niño y su perro, una muerte seca, sin preludio ni lógica, que desmiente de inmediato la lectura romántica del desierto. Más tarde, en la apoteosis caótica del campo de minas, donde la violencia ya no es insinuación sino estallido puro. Ahí no hay prueba iniciática ni revelación simbólica: hay muerte, multiplicada y azarosa. El abismo no solo les devuelve la mirada; se abalanza sobre ellos como un predador sobre su presa, como esa flor cuyos hermosos pétalos se cierran para siempre.

La fantasía occidental del desierto como espacio de libertad y búsqueda se estrella contra un territorio que no perdona y que no está ahí para completar su narrativa, que es indiferente a sus pequeños sentidos con la sobrecogedora grandeza de lo inefable. La muerte irrumpe sin metáfora, sin función pedagógica, sin “sentido”. Simplemente destruye el camino que ellos pensaban recorrer. Recordando a Lacan, es lo real lo que se manifiesta, aquello que está más allá de cualquier palabra que pueda domesticarlo y enjaularlo en cualquiera de esas jaulas de sentido.

Ese es el momento en el que Sirat muestra su verdadera dimensión: el sendero se desploma sobre los que lo caminaban y se desvanece.

El final en el tren es la consecuencia directa de ese colapso. No hay catarsis, ni renacimiento, ni moraleja espiritual. Solamente vacío, agotamiento, y ese tipo de desconcertado que producen la experiencia sobrecogedora de lo inefable. La expresión de quien ha experimentado cómo la vida tiene sus propios e incomprensibles planes.

Así, Sirat no es el puente entre dos mundos. Es el instante en que descubres que ese puente nunca existió y que, cuando lo real decide irrumpir —con la muerte, con el azar, con la violencia indiscriminada del territorio— lo hace sin avisar y sin ofrecer un sentido al que agarrarse. El título funciona como el desierto: atrae con una promesa y entrega un abismo. Y lo único que queda es ese final: un cuerpo exhausto, desnudo, mirando por la ventanilla con la expresión de quien se ha visto sorprendido por encima de sus posibilidadesa.

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