Serie Krátos: La Democracia Censitaria: Cuando Gobernar Era un Privilegio de Propietarios (IV)
Cómo el liberalismo nació como un régimen explícitamente oligárquico
La primera democracia liberal no amplió el poder: lo blindó. Creó un sistema donde votar era un privilegio patrimonial y gobernar un derecho exclusivo de la minoría propietaria. Esta es la historia de cómo la acumulación originaria despojó a las mayorías y cómo la política liberal cerró el acceso al poder.
En la entrega anterior (Un mundo gobernado por minorías) vimos que el poder político moderno nunca dejó de ser un asunto de élites organizadas. Allí explicamos el principio estructural: la mayoría existe, pero no gobierna; el poder se concentra siempre en minorías capaces de coordinarse, financiarse y sostener un orden.
En esta nueva entrega damos un paso más: mostramos cómo la primera democracia liberal no intentó corregir esa ley histórica, sino perfeccionarla. La minoría propietaria que emergió de la Revolución Francesa y del capitalismo industrial diseñó un sistema político hecho a su medida, basado en un mecanismo tan simple como devastador: convertir el voto en una función patrimonial. La democracia censitaria no fue una fase imperfecta del liberalismo, sino el régimen político necesario para estabilizar la violencia económica de la acumulación originaria.
El voto como derecho patrimonial
La democracia censitaria parte de una premisa brutal: solo debe gobernar quien posee. No se trataba de mérito, virtud cívica o educación ilustrada. La única credencial válida era la propiedad. Casa, tierras, ingresos estables o acciones: cualquier forma de capital servía.
¿Por qué? Porque el liberalismo temprano asumía que quien tiene bienes tiene algo que perder y, por tanto, gobernará con "responsabilidad". El resto —el jornalero, el campesino sin tierras, el obrero urbano— era visto como una masa peligrosa, volátil e incapaz de gobernarse a sí misma.
Pero esta distinción no nace de la nada. Fue formulada explícitamente por Sieyès, que dividió la ciudadanía en activos (propietarios, quienes "sostienen al Estado") y pasivos (los desposeídos). Desde el origen mismo del constitucionalismo liberal, el Estado se define no como una comunidad horizontal, sino como una junta de accionistas donde la propiedad es el criterio de pertenencia.
El sufragio censitario convertía el voto en una extensión del patrimonio. Voto = propiedad. No había ciudadanía universal, sino ciudadanía restringida al propietario. La política se transformó en una junta de accionistas del país, donde cada cual defendía sus intereses como si fueran títulos financieros.
Esta arquitectura tenía otro efecto igual de relevante: la minoría que ya era rica quedaba automáticamente legitimada para gobernar, mientras que la mayoría que trabajaba para ellos quedaba excluida del proceso de decisión. Un sistema minoritario perfecto, explícito y sin disimulo. En regímenes como la Monarquía de Julio en Francia, el cuerpo electoral se redujo a unas 94.000 personas, una cifra ridícula en términos de población total.
Liberalismo como proyecto oligárquico consciente
El liberalismo no nació como una doctrina democrática. Nació como una ideología de autoprotección de las élites económicas frente a dos amenazas simultáneas:
- el absolutismo, que podía confiscar o regular su riqueza,
- y el pueblo, que podía reclamar derechos políticos.
La solución fue elegante y eficaz: libertad económica para los propietarios, libertad política solo para los propietarios.
La retórica hablaba de "libertades individuales"; la práctica construyó un blindaje oligárquico.
La doctrina es cristalina: Benjamin Constant y François Guizot defendieron que el voto no era un derecho natural, sino una función pública delegada a quienes demostraban capacidad. La única prueba reconocida de esa capacidad era el patrimonio, pues Constant consideraba que aquellos a quienes la pobreza mantiene en la subsistencia carecen de la estabilidad y el "raciocinio" necesarios para gobernar. Los pobres no eran excluidos por injusticia, sino por "buena administración".
No hay que engañarse: los padres del liberalismo sabían exactamente lo que estaban diseñando. El sufragio censitario no fue una aberración corregida más tarde, sino el modelo previsto, el que hacía posible la famosa tríada liberal —propiedad, contrato, mercado— sin turbulencias sociales.
Las constituciones liberales de la época, desde la francesa de 1791 hasta las de la Restauración, no escondían este diseño: gobernar significaba participar en la defensa de un orden económico que solo beneficiaba a quienes ya tenían poder económico.
El poder judicial como guardián del orden propietario
El liberalismo necesitaba un garante que asegurara que el orden construido por y para los propietarios nunca pudiera ser alterado por los no propietarios. Ese garante fue el poder judicial. No fue un poder independiente. No podía serlo.
Era el custodio del orden social, no un árbitro neutral entre clases.
Su función era impedir que la mayoría alterara los fundamentos del edificio liberal:
- la sacralidad de la propiedad (consagrada como derecho "inviolable y sagrado" en la Declaración de 1789),
- la intangibilidad del contrato,
- la disciplina del mercado laboral,
- la criminalización de la protesta.
Los jueces aplicaban leyes redactadas por y para la minoría propietaria, actuando como garantes técnicos de la arquitectura económica. Mientras el Parlamento tuvo que abrirse lentamente al sufragio universal, el poder judicial permaneció como fortaleza oligárquica estable, ajena a la presión democrática.
La represión jurídica fue integral:
Francia prohibió la huelga y la asociación obrera con la Loi Le Chapelier (1791), una ley que eliminó los gremios y prohibió explícitamente cualquier acuerdo entre ciudadanos para fijar precios o salarios, bajo pena de suspensión de los derechos de ciudadanía activa.
Gran Bretaña criminalizó cualquier acuerdo entre trabajadores con las Combination Acts (1799–1800), que ilegalizaron los sindicatos y cualquier combinación para subir salarios o disminuir horas de trabajo, castigando las infracciones con prisión.
De este modo, el orden minoritario sobrevivió incluso cuando el sistema electoral se democratizó formalmente. El poder judicial se revelaría como el más duradero de los tres pilares del régimen censitario.
Acumulación originaria y expulsión de la mayoría
Aquí está la conexión profunda con la entrega anterior.
La construcción de la democracia censitaria ocurre exactamente cuando millones de personas son expulsadas del campo, de los bienes comunales, de las formas de vida autónomas. Los cercamientos agrícolas (enclosures) en Inglaterra, la privatización de tierras y la destrucción de economías campesinas crearon una nueva clase: el proletariado.
Esa nueva mayoría desposeída es arrojada a las ciudades y a las fábricas como mano de obra del capitalismo industrial. Lo decisivo es que esta masa es simultáneamente:
- económicamente necesaria,
- socialmente peligrosa,
- y políticamente incompatible con el nuevo orden.
La democracia censitaria encaja aquí como un guante: la minoría que se había beneficiado del despojo legal se reservaba el poder político para proteger sus nuevas posiciones. La mayoría, recién convertida en proletariado o semiproletariado, quedaba excluida por definición: no tenía propiedad, luego no tenía voto.
Es decir: la democracia liberal se edificó sobre la desposesión. Sin ese proceso masivo de expulsión económica, el régimen censitario habría sido insostenible.
La acumulación originaria expulsó por abajo; la democracia censitaria clausuró por arriba; el poder judicial blindó la irreversibilidad.
La cuestión obrera como amenaza emergente
Pero el sistema tenía una grieta: el crecimiento de la clase obrera.
A medida que las ciudades se llenaban de trabajadores industriales, esos grupos empezaron a organizarse, a reconocerse como fuerza política y a exigir derechos.
Para las élites liberales, aquello era dinamita. La inclusión de la clase obrera en la política significaba el fin del monopolio propietario. El sufragio universal era visto como la antesala de la confiscación, el impuesto progresivo, la regulación laboral y —más profundamente— el cuestionamiento del orden social.
Por eso las élites reaccionaron con represión, retrasos y reformas controladas. Cada derecho político concedido a la clase obrera fue una concesión arrancada por presión social y miedo, no una evolución natural del liberalismo.
La democracia censitaria se alargó todo lo que pudo. Solo colapsó cuando la presión obrera, las revoluciones y el cambio económico hicieron imposible seguir gobernando sin contar con las masas.
El siglo del "miedo burgués": 1789–1848
La paradoja histórica es evidente: el mismo siglo que inventó la retórica de los derechos universales construyó el régimen político más explícitamente minoritario de la historia moderna.
Entre 1789 y 1848 se produce el gran miedo burgués: el temor a que la mayoría descubra que puede gobernar. Ese pánico estructural explica:
- la fiebre reguladora contra asociaciones obreras,
- el retraso sistemático del sufragio,
- la represión de revoluciones populares,
- y la construcción de una narrativa que identifica propiedad con virtud cívica.
La burguesía gobernó porque pudo organizarse, financiarse y legislar para sí misma. Y lo hizo con absoluta conciencia de su condición minoritaria. El régimen censitario es el último momento en que el poder minoritario se ejerce sin máscaras.
Del sufragio censitario al sufragio universal: la adaptación del poder minoritario
Cuando el sufragio universal masculino se impuso finalmente —en Francia en 1848, en Alemania en 1871, en Gran Bretaña de forma gradual entre 1832 y 1918— las élites no desaparecieron. Se adaptaron.
El poder minoritario no se disolvió con la ampliación del voto. Se reconfiguró mediante nuevos mecanismos:
Los partidos políticos de masas se convirtieron en estructuras burocráticas que mediaban entre las demandas populares y las decisiones efectivas. Los líderes obreros que accedían al poder parlamentario descubrían que gobernar implicaba negociar con bancos, industriales y funcionarios que permanecían en sus puestos décadas enteras.
El control de los medios de comunicación —periódicos, y más tarde radio y televisión— permitió a las élites económicas moldear la opinión pública y los términos del debate. La libertad de prensa no garantizaba pluralidad cuando la propiedad de los medios permanecía concentrada.
La profesionalización de la administración estatal generó una burocracia técnica que operaba según lógicas propias, resistente a los cambios de gobierno y portadora de una racionalidad que favorecía la estabilidad del orden económico.
La internacionalización del capital ofreció una vía de escape: cuando un gobierno nacional se volvía "problemático", el capital podía amenazar con marcharse o efectivamente hacerlo, disciplinando así a los Estados desde fuera de sus fronteras.
Pero ninguno de estos mecanismos habría funcionado sin la herencia del período censitario: el poder judicial seguía interpretando constituciones redactadas por y para propietarios, la sacralidad de la propiedad privada permanecía como límite infranqueable, y las estructuras económicas consolidadas durante el siglo XIX permanecían intactas.
El sufragio universal transformó las formas de la política sin alterar los fundamentos del poder. La mayoría podía votar, pero las decisiones estructurales —qué se produce, cómo se distribuye la riqueza, quién controla el crédito— permanecían fuera del alcance democrático.
¿Por qué seguimos llamándolo democracia?
Aquí surge la pregunta inevitable: si el liberalismo nació como proyecto oligárquico y si sus estructuras de poder sobrevivieron a la universalización del sufragio, ¿por qué insistimos en llamarlo democracia?
La respuesta tiene dos dimensiones.
Primero, porque el sufragio universal fue una conquista real. Que las élites lo hayan aceptado bajo presión y que hayan desarrollado mecanismos para preservar su poder no anula el hecho de que millones de personas obtuvieron un derecho que antes les era negado. La democracia formal —elecciones, partidos, parlamentos— creó espacios de disputa genuina y permitió mejoras concretas en las condiciones de vida de las clases trabajadoras.
Segundo, porque la retórica democrática es una herramienta de legitimación extraordinariamente eficaz. Un sistema que se presenta como "gobierno del pueblo" resulta mucho más estable que uno que reconoce abiertamente su carácter minoritario. La democracia liberal resolvió el problema central de cualquier régimen: cómo hacer que los gobernados acepten ser gobernados.
Pero esta respuesta genera una tensión irresoluble: llamamos democracia a un sistema donde el poder económico determina el poder político, donde la mayoría vota pero las minorías organizadas deciden, donde la libertad formal convive con la desigualdad estructural.
Esa tensión no es un defecto. Es la naturaleza misma del orden político moderno.
Conclusión
La democracia censitaria no fue una transición hacia la democracia liberal: fue su forma original.
La acumulación originaria expulsó a las mayorías del campo; la democracia censitaria les cerró el acceso al poder; el poder judicial blindó la irreversibilidad del nuevo orden.
Cuando el sufragio se universalizó, el kratós minoritario no desapareció. Cambió de rostro, no de naturaleza. Los mecanismos de dominación se volvieron más sutiles, más dispersos, más difíciles de identificar y combatir. Pero la pregunta fundacional permanece intacta: ¿puede una mayoría desposeída gobernar realmente en un sistema diseñado para impedirlo?
La historia de la democracia liberal es la historia de esa imposibilidad administrada.


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