Serie Krátos (V): La Mayoría Organizada – El Proletariado Industrial y el Primer Poder de las Masa
De la fábrica al sindicato de masas: cómo nació el único sujeto mayoritario capaz de ser alternativa.
📖 En un vistazo: La industrialización capitalista creó sin querer su propia amenaza: un proletariado concentrado en fábricas, sincronizado temporalmente y mayoritario numéricamente. Por primera vez en la historia, una mayoría tenía las tres condiciones del poder: número, organización y conciencia. Este artículo recorre la emergencia de ese sujeto desde 1848 hasta 1914, pasando por la Comuna de París, y muestra cómo el krátos obrero —huelga, sindicato, partido de masas— se convirtió en la pesadilla de todas las élites propietarias. En 1914, la pregunta ya no era si el proletariado podía mandar, sino cuándo y cómo. Lo que las élites harían con esa amenaza —integrarla, aplastarla, cooptarla— es materia de los artículos siguientes.
En el artículo anterior vimos que la democracia liberal no es la superación del gobierno oligárquico, sino su versión más sofisticada: un régimen que proclama la soberanía popular mientras preserva el mando efectivo en manos de una minoría propietaria mediante la separación entre poder formal (el voto) y poder real (la propiedad y el diseño institucional). Esa forma de gobierno, sin embargo, contiene su propia contradicción histórica: al concentrar trabajadores en fábricas y ciudades, al alfabetizarlos y sincronizar su actividad productiva, la industrialización capitalista crea sin querer algo que ninguna oligarquía anterior había enfrentado: una mayoría social capaz de organizarse sobre sí misma y descubrir su propio poder.
Este texto sigue la emergencia de esa mayoría organizada —el proletariado industrial— desde su formación material en las fábricas hasta su consolidación como fuerza política en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Veremos cómo la industrialización destruyó la impotencia estructural del campesinado disperso y creó las condiciones para el krátos obrero: concentración espacial, sincronización temporal y masa cuantitativa. Veremos cómo ese sujeto descubrió sus armas —huelga, sindicato, partido de masas— y cómo provocó el primer pánico moderno al poder mayoritario en 1848. Veremos el experimento más radical de ese poder en la Comuna de París (1871) y su aplastamiento sangriento. Y veremos, finalmente, cómo entre 1871 y 1914 el movimiento obrero se consolidó hasta convertirse en la amenaza más seria que las élites propietarias habían enfrentado jamás.
Por primera vez en la historia universal, una mayoría numérica tenía organización estable, conciencia de clase y capacidad de coerción efectiva. Por primera vez, el krátos de las masas dejaba de ser una pesadilla filosófica griega para convertirse en realidad material.
Lo que las élites harían con esa amenaza —integrarla, aplastarla, cooptarla— es materia de los artículos siguientes. Aquí nos interesa entender cómo nació y por qué fue posible.
1. Recordatorio: La Democracia Liberal como Oligarquía Perfeccionada
La democracia liberal, heredera directa del sufragio censitario, logró estabilizar el poder de una minoría propietaria bajo la forma jurídica de la igualdad formal. El parlamento y el sufragio —inicialmente muy restringido— funcionaron como válvulas de legitimidad: permitían que las élites compitieran entre sí y resolvieran sus conflictos internos sin recurrir a la violencia, mientras que la propiedad privada y el poder judicial aseguraban que las decisiones económicas fundamentales quedaran fuera del alcance de cualquier mayoría electoral.
No se trata de una desviación o un error de funcionamiento: es el diseño. En la teoría política contemporánea esto tiene nombre propio: democracia elitista. La participación de la mayoría se reduce a elegir periódicamente entre equipos de élite que compiten entre sí por ocupar el gobierno. El ciudadano no es un actor que decide el rumbo colectivo; es un sujeto pasivo al que se pide ratificar opciones ya empaquetadas. La soberanía formal reside en el pueblo; la soberanía efectiva, en la minoría propietaria.
El ejemplo norteamericano lo muestra con claridad: una minoría organizada puede controlar el poder real no ganando mayorías sociales, sino dominando la arquitectura institucional. Distritos electorales dibujados a medida, un Senado que sobrerrepresenta dramáticamente a los territorios rurales poco poblados, el colegio electoral que filtra y distorsiona el voto popular: todo esto asegura que el mando siga en manos de quienes ya lo tienen, incluso cuando la mayoría de la población querría otra cosa.
La democracia liberal es una oligocracia electoral: un sistema que proclama la "soberanía popular" mientras crea, sin quererlo, las condiciones materiales para que la mayoría se organice y contradiga frontalmente la promesa de ese mismo orden. Y esas condiciones las crea la industrialización capitalista.
2. Industrialización: Cómo Nace una Mayoría Concentrada y Sincronizada
La industrialización destruyó la impotencia estructural de la masa campesina —dispersa geográficamente, analfabeta, sin medios de comunicación ni coordinación— y creó el único sujeto histórico capaz de ejercer krátos real de forma mayoritaria: el proletariado industrial.
El fenómeno se basó en una triple transformación material que la propia lógica capitalista impuso:
Concentración espacial
La fábrica moderna reunió a cientos, luego miles de trabajadores bajo el mismo techo. La producción industrial exigía economías de escala: grandes instalaciones, maquinaria costosa, coordinación compleja. Las ciudades industriales densificaron esa concentración: barrios obreros enteros viviendo en condiciones similares, compartiendo los mismos problemas (vivienda insalubre, jornadas extenuantes, salarios de hambre, desempleo recurrente).
Esa proximidad física hizo posible algo inédito en la historia: la comunicación y organización constante de masas antes dispersas. El obrero no volvía a una aldea aislada al terminar la jornada; volvía a un barrio obrero donde sus vecinos eran otros obreros con las mismas condiciones, las mismas quejas, las mismas necesidades.
Sincronización temporal
Horarios comunes, ritmos compartidos, experiencias laborales idénticas. La fábrica impuso una disciplina temporal sin precedentes: entrada y salida a horas fijas, pausas sincronizadas, trabajo coordinado bajo el mismo ritmo de las máquinas. Esa sincronía no se limitaba a la jornada laboral: el obrero de una fábrica textil en Manchester vivía una cotidianidad estructuralmente parecida a la del obrero de una acería en Essen o una mina en el norte de Francia. Las mismas horas de trabajo brutal, el mismo agotamiento, las mismas enfermedades laborales, los mismos patrones de explotación.
Esa sincronía facilitó la emergencia de una conciencia de clase: la percepción de que los problemas individuales eran en realidad problemas colectivos con causas comunes y, por tanto, con soluciones colectivas posibles.
Masa cuantitativa
En las sociedades agrarias tradicionales, los productores directos eran mayoría numérica pero carecían de poder de facto. Podían ser cientos de millones de campesinos, pero dispersos en aldeas aisladas, sin comunicación entre sí, dependientes de señores locales.
Con la industrialización, el proletariado se convirtió no solo en mayoría demográfica en los países centrales, sino en la clase de la que dependía materialmente todo el sistema productivo. Sin campesinos, una élite podía sobrevivir durante meses o años importando alimentos. Sin obreros industriales, el capitalismo moderno se detiene en días. Las fábricas paran, el transporte se paraliza, las ciudades colapsan. El proletariado descubrió que ocupaba el nudo del sistema: controlaba el punto donde se generaba el valor y donde, por tanto, residía el poder material.
Esta triple transformación —concentración, sincronía y número— convirtió a la mayoría en una fuerza potencialmente organizable. Pero el paso de la potencia al acto requería un descubrimiento práctico que cambiaría la historia: la huelga.
3. El Proletariado como Sujeto Político: Huelga, Sindicato, Partido de Masas
La fuerza potencial se tradujo en poder de coerción efectivo —en krátos obrero— mediante tres herramientas organizativas que se retroalimentaron mutuamente a lo largo del siglo XIX:
La huelga: el descubrimiento del poder de detener
El primer paro laboral organizado no nació de una teoría revolucionaria, sino de la experiencia concreta: los obreros descubrieron que negarse colectivamente a trabajar les daba una palanca de negociación que ninguna súplica individual podía proporcionar. Parar la producción significaba tocar el corazón económico del orden burgués.
Los primeros paros fueron espontáneos y locales, generalmente por cuestiones salariales inmediatas. Pero rápidamente los obreros comprendieron la lógica del arma: cuanto más sincronizada, más duradera y más extendida fuera la huelga, mayor era su capacidad de forzar concesiones. Una fábrica parada era un problema para un patrón; todo un sector industrial paralizado era un problema para el Estado.
La huelga general —el paro coordinado de sectores enteros o de toda una ciudad— se convirtió en la pesadilla recurrente de las élites durante el siglo XIX. No era solo que los obreros dejaran de trabajar; era que demostraban públicamente que el mundo se detenía sin ellos, que el poder efectivo estaba en sus manos si decidían ejercerlo. La huelga convirtió la dependencia económica del capital respecto al trabajo en arma política: el patrón necesita al obrero más de lo que el obrero necesita a ese patrón específico, especialmente si el obrero está organizado.
El sindicato: la organización estable
La huelga espontánea era un arma poderosa pero frágil: fácil de romper con esquiroles, represión policial o simplemente con hambre. Los obreros no tenían ahorros; una semana sin salario significaba no comer. El patrón podía esperar, el obrero no.
El sindicato resolvió ese problema fundamental creando estructuras permanentes:
- Cajas de resistencia: fondos comunes para sostener económicamente las huelgas largas. Cada obrero aportaba una pequeña cuota cuando trabajaba; cuando llegaba el paro, esa caja permitía resistir semanas o meses sin ceder por hambre.
- Redes de solidaridad: protección mutua frente a la represión patronal. Si un activista era despedido, el sindicato organizaba boicots o presión colectiva. Si un militante era encarcelado, el sindicato sostenía a su familia y organizaba la defensa legal.
- Prensa obrera: periódicos, panfletos, boletines que difundían ideas, coordinaban acciones y construían una narrativa alternativa frente a la prensa burguesa. La prensa sindical fue fundamental para superar el aislamiento entre fábricas y regiones.
- Espacios de sociabilidad: ateneos obreros, bibliotecas populares, asociaciones culturales donde se formaba una contracultura obrera. No era solo organización laboral; era construcción de identidad de clase.
El sindicato transformó la protesta episódica en poder organizado y continuo. Ya no era una explosión puntual de rabia que se apagaba sola; era una estructura capaz de acumular fuerza, coordinar acciones y mantener presión sostenida sobre el capital y el Estado.
El partido obrero de masas: la lucha por el Estado
Los sindicatos podían arrancar concesiones en la fábrica o en sectores específicos, pero las grandes decisiones —legislación laboral, jornada de trabajo, derecho de asociación, sufragio— se tomaban en el parlamento. Y el parlamento, bajo el sufragio censitario, estaba completamente cerrado al proletariado.
La lucha por el sufragio universal se convirtió en una batalla central del movimiento obrero durante todo el siglo XIX. No porque los obreros creyeran ingenuamente que votar cambiaría todo por sí solo, sino porque entendían que sin representación política formal, cualquier conquista sindical podía ser revertida por ley. El Estado burgués podía simplemente ilegalizar los sindicatos, prohibir las huelgas, encarcelar a los dirigentes. Y de hecho lo hizo repetidamente.
El partido obrero de masas nació como respuesta a esa limitación. Las socialdemocracias europeas y la Internacional Obrera desarrollaron una estrategia dual: utilizar las instituciones de la democracia liberal (elecciones, escaños parlamentarios, presupuestos públicos, legalidad formal) para luchar contra la esencia oligárquica del liberalismo mismo.
- Diputados obreros denunciando desde la tribuna parlamentaria las condiciones de trabajo, exigiendo reformas, bloqueando leyes represivas.
- Presupuestos municipales controlados por alcaldes socialistas usados para crear cooperativas, escuelas populares, servicios públicos que aliviaran la miseria obrera.
- Propaganda legal que llegaba a millones: mítines masivos, publicaciones protegidas por la libertad de prensa, campañas electorales que funcionaban como escuela de politización.
A finales del siglo XIX, partidos como el SPD alemán tenían millones de afiliados, cientos de diputados, una red de organizaciones culturales, deportivas y educativas que constituían un auténtico contrapoder dentro del Estado burgués. No era una secta conspirativa de revolucionarios clandestinos; era un movimiento de masas organizado, visible, legal, que crecía año tras año.
La tensión de fondo era explosiva: el movimiento obrero utilizaba las herramientas del sistema contra el propio sistema. Y funcionaba demasiado bien para la tranquilidad de las élites.
4. 1848: El Primer Miedo Moderno al Poder de la Mayoría
El año 1848 marca un punto de inflexión en la historia del poder minoritario: la primera vez que la amenaza del krátos obrero se hace visible en escala continental.
Las revoluciones de 1848 comenzaron como rebeliones liberales burguesas contra los restos del Antiguo Régimen: monarquías absolutas, censura, falta de constituciones. Pero en las ciudades industrializadas —París, Berlín, Viena, las ciudades italianas— el movimiento se radicalizó rápidamente. Los obreros que habían luchado en las barricadas junto a la burguesía liberal empezaron a plantear sus propias demandas: jornada laboral limitada, talleres nacionales, sufragio universal, redistribución de la propiedad.
En París, el gobierno provisional creó los Talleres Nacionales: un intento de dar empleo público a los obreros desocupados. La medida respondía a la presión de la calle, pero también a un cálculo: era preferible controlar a los obreros con trabajo estatal que tenerlos ociosos y disponibles para la insurrección. El experimento duró pocos meses. Cuando el gobierno burgués decidió cerrar los talleres en junio de 1848, los obreros parisinos se levantaron en lo que se conoce como las Jornadas de Junio: cuatro días de combate urbano brutal entre el proletariado y el ejército.
La represión fue masiva: miles de muertos, más de 10.000 deportados a Argelia sin juicio. Pero lo significativo no fue solo la violencia de la represión, sino la claridad de clase con que se ejecutó. Las élites liberales que meses antes proclamaban "libertad, igualdad, fraternidad" junto a los obreros, ahora los masacraban sin vacilación. El general Cavaignac, encargado de la represión, lo expresó con crudeza: se trataba de "salvar la civilización" frente a "la barbarie".
Tocqueville, liberal moderado y testigo directo, escribió en sus memorias que lo que vio en junio de 1848 no fue una revuelta política ordinaria, sino "una lucha de clase contra clase", y que por primera vez en la historia una parte de la población quería "cambiar totalmente el orden de la sociedad". La burguesía europea entendió el mensaje: el proletariado no era un problema puntual que se resolvía con concesiones menores; era un sujeto con proyecto propio que amenazaba la propiedad misma.
1848 es el primer pánico oligárquico moderno frente al krátos de las masas. Y la respuesta fue doble: represión inmediata y cierre del proceso revolucionario. En Francia, la Segunda República derivó en el Segundo Imperio de Napoleón III (1851), un régimen autoritario que prohibió sindicatos, censuró la prensa obrera y reprimió cualquier organización independiente del proletariado. El patrón se repetiría en otros países: donde el movimiento obrero amenazaba seriamente, la élite prefería sacrificar sus propias formas liberales antes que perder el mando.
5. La Comuna de París (1871): El Experimento del Poder Obrero y su Aplastamiento
Si 1848 fue el primer susto, la Comuna de París fue el pánico máximo del siglo XIX.
En marzo de 1871, tras la derrota francesa en la guerra franco-prusiana y el colapso del Segundo Imperio, los obreros parisinos tomaron el control de la ciudad. No fue un golpe conspirativo de una minoría armada; fue una insurrección de masas que instaló un gobierno propio: la Comuna.
Durante 72 días, París fue gobernada por consejos elegidos por sufragio universal (incluyendo a extranjeros residentes), con mandatos revocables y salarios equivalentes a los de un obrero cualificado. Las medidas tomadas fueron radicales para la época:
- Separación de Iglesia y Estado, secularización de la educación.
- Abolición del trabajo nocturno en panaderías.
- Moratoria de alquileres y prohibición de desahucios.
- Requisición de talleres abandonados para entregarlos a cooperativas obreras.
- Supresión del ejército permanente y su sustitución por milicias ciudadanas.
- Destrucción de la columna Vendôme, símbolo del militarismo imperial.
No era solo un programa de reformas sociales; era un intento de reorganizar el poder mismo: suprimir la separación entre legislativo y ejecutivo, eliminar la burocracia profesional, convertir a los representantes en delegados directos revocables. La Comuna intentó realizar la democracia directa del dêmos: el krátos sin mediación de élites profesionales.
El experimento duró poco. El gobierno burgués refugiado en Versalles, presidido por Thiers, negoció con Bismarck la liberación de prisioneros de guerra franceses con un objetivo explícito: aplastar la Comuna. En mayo de 1871, el ejército versallés entró en París. Lo que siguió fue la Semana Sangrienta: combates casa por casa, ejecuciones sumarias masivas, barrios enteros incendiados.
Las cifras son disputadas, pero las estimaciones más prudentes hablan de entre 10.000 y 20.000 ejecutados en una semana, la mayoría sin juicio. Miles más fueron deportados a colonias penales. La represión fue consciente y sistemática: no se trataba solo de restaurar el orden, sino de aniquilar físicamente a la vanguardia organizada del proletariado parisino.
Marx escribió sobre la Comuna que era el primer gobierno realmente obrero de la historia, y que su destrucción probaba que la burguesía estaba dispuesta a cualquier atrocidad antes que perder el mando. La élite europea lo entendió igual: la Comuna se convirtió en el fantasma que obsesionaría a las clases propietarias durante décadas. Cada huelga importante, cada movilización obrera sería comparada con la Comuna y respondida con el mismo miedo.
6. 1871–1914: Consolidación del Movimiento Obrero y el Miedo Permanente
Paradójicamente, la represión brutal de la Comuna no destruyó el movimiento obrero: lo radicalizó y lo obligó a perfeccionar sus formas organizativas. Entre 1871 y 1914 el proletariado industrial alcanzó su máximo poder histórico.
Crecimiento organizativo
- Sindicatos de masas: En Alemania, los sindicatos socialdemócratas pasaron de prácticamente cero afiliados en 1870 a más de 2.5 millones en 1913. En Gran Bretaña, las Trade Unions crecieron de 1 millón (1890) a más de 4 millones (1914). En Francia, pese a la represión post-Comuna, la CGT reunía más de 700.000 afiliados en vísperas de la guerra.
- Partidos obreros: El SPD alemán obtuvo 4.25 millones de votos en 1912, convirtiéndose en el partido más votado del Reichstag con 110 diputados. El Partido Laborista británico, fundado en 1900, ya tenía 42 diputados en 1910. En Italia, el Partido Socialista crecía cada elección. Incluso en Rusia autocrática, donde los partidos políticos estaban prohibidos, el movimiento obrero organizaba huelgas masivas y mantenía estructuras clandestinas cada vez más sólidas.
- Internacionales obreras: La Segunda Internacional (fundada en 1889) coordinaba partidos obreros de decenas de países, realizaba congresos masivos, desarrollaba estrategia común. Era la primera organización política transnacional de la historia con capacidad real de movilización.
Huelgas generales y poder de veto
El periodo está marcado por huelgas cada vez más amplias y coordinadas:
- Huelga general belga de 1893 por el sufragio universal: paralizó el país durante semanas hasta arrancar concesiones electorales.
- Huelgas generales en Rusia (1905): Petersburgo y Moscú paralizadas, formación de soviets (consejos obreros), el zar obligado a prometer una constitución.
- Huelgas masivas en Alemania, Francia, Italia, España: cada año traía nuevas olas de movilización.
El proletariado había descubierto que podía vetar decisiones del Estado y del capital. No necesitaba ganar elecciones ni controlar el parlamento para ejercer poder: podía simplemente parar el país hasta que se atendieran sus demandas. Era krátos en estado puro: capacidad de coerción efectiva, control sobre las consecuencias.
El miedo permanente de la élite
Las élites propietarias vivieron esas décadas en estado de alerta constante. Cada congreso de la Internacional era seguido con angustia por los servicios de inteligencia. Cada huelga importante provocaba debates en los parlamentos sobre cómo responder. La posibilidad de una revolución obrera dejó de ser una pesadilla filosófica para convertirse en un escenario concreto que había que prevenir.
Las respuestas fueron variadas pero todas giraban en torno a la misma pregunta: ¿cómo contener al proletariado sin perder el mando? Algunos apostaban por la represión pura: ilegalizar sindicatos, prohibir huelgas, encarcelar dirigentes. Otros, más sofisticados, entendían que la represión sola no bastaba y que había que combinarla con concesiones limitadas: reformas laborales menores, ampliación gradual del sufragio, incluso primeros seguros sociales. Todas estas estrategias —que se desarrollarán en los artículos siguientes— compartían un objetivo: evitar que el krátos obrero se convirtiera en poder político efectivo.
Pero en 1914, ese poder era ya innegable. El proletariado industrial tenía organización estable, recursos propios, capacidad de paralizar economías enteras, representación parlamentaria creciente, y —esto era lo más inquietante para las élites— conciencia de su propia fuerza. Millones de obreros sabían que eran mayoría, que producían toda la riqueza, que sin ellos nada funcionaba. La pregunta ya no era si el proletariado podía mandar, sino cuándo y cómo.
7. Por Primera Vez en la Historia, la Mayoría Manda
Lo que hace único al proletariado industrial en la historia universal del poder es la convergencia de tres elementos que nunca antes habían coincidido:
Número: Era mayoría demográfica en los países industrializados. En Alemania, Gran Bretaña, Francia, los obreros industriales y sus familias constituían entre el 40% y el 60% de la población. Sumando el proletariado rural y los estratos bajos urbanos, la mayoría explotada era abrumadora.
Organización: Tenía estructuras permanentes —sindicatos, partidos, cooperativas, prensa— capaces de coordinar acciones a escala nacional e internacional. No era una masa amorfa que se dispersaba tras cada protesta; era un movimiento con memoria institucional, cuadros formados, estrategia deliberada.
Conciencia: Sabía que era una clase con intereses propios distintos y opuestos a los de la burguesía. La conciencia de clase no era universal ni automática, pero era lo suficientemente extendida como para sostener movilizaciones masivas y proyectos políticos de largo plazo.
Esta combinación nunca había existido antes. Los esclavos de Roma eran mayoría numérica pero carecían de organización estable y conciencia de clase unificada. Los campesinos medievales eran mayoría numérica pero estaban dispersos geográficamente y carecían de medios de coordinación. Las rebeliones urbanas premodernas podían ser intensas pero eran efímeras: ardían rápido y se apagaban igual de rápido.
El proletariado industrial era distinto: podía mantener huelgas durante meses, reconstruir organizaciones tras cada represión, acumular fuerza elección tras elección, aprender de derrotas anteriores. Era un sujeto histórico con potencia acumulativa. Y esa potencia se traducía, cada vez más, en krátos efectivo.
En 1914, por primera vez en la historia, una mayoría social tenía las tres condiciones del poder: número, organización y conciencia. La democracia liberal había creado sin querer a su propio enterrador. Las élites propietarias lo sabían, y eso las aterraba.
Conclusión: La Amenaza Sin Resolver
Este artículo cierra en 1914 porque es el momento de máximo poder del proletariado clásico antes de que todo se desmorone. En ese año, el movimiento obrero internacional parecía imparable: millones de afiliados, diputados por centenares, capacidad de paralizar países enteros, retórica revolucionaria cada vez más radical.
Pero también es el momento en que las élites tendrán que decidir qué hacer con esa amenaza. Ya no es posible simplemente reprimirla: el movimiento obrero es demasiado grande, demasiado arraigado, demasiado legal. Tampoco es posible ignorarla: cada año que pasa, el proletariado es más fuerte. ¿Cómo se contiene a una mayoría organizada que sabe que puede mandar?
Las respuestas a esa pregunta definirán el siglo XX:
- La guerra total (1914-1918) movilizará a las masas obreras… para matarse entre sí bajo banderas nacionales, quebrando temporalmente la solidaridad de clase.
- La ola revolucionaria (1917-1923) llevará al poder a los obreros en Rusia y amenazará con extenderse por Europa.
- El fascismo será la respuesta extrema cuando la integración ya no baste: destruir físicamente al sujeto mayoritario.
- El Estado social será el intento sofisticado de integrar al proletariado sin que tome el poder efectivo.
- El colapso de la URSS y la globalización neoliberal desmantelarán las bases materiales mismas del proletariado industrial clásico.
Pero todo eso viene después. En 1914, lo que importa es esto: por primera vez desde que existen sociedades complejas, una mayoría numérica tiene el poder material y organizativo para mandar. El krátos obrero es real. La pregunta de Platón y Aristóteles —cómo impedir que los pobres usen su mayoría para redistribuir— deja de ser un ejercicio teórico y se convierte en el problema político práctico más urgente para todas las élites del planeta.
La historia del siglo XX será, en gran medida, la historia de cómo esas élites resolvieron ese problema. Y de cómo el krátos obrero, pese a su potencia inédita, acabó contenido, fragmentado o reconvertido en nuevas formas de mando minoritario.
Pero eso, como decíamos, es materia de los artículos siguientes.



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