Serie Kratos (VI): 1917-1945, El ciclo revolución-contrarrevolución
De la posibilidad soviética a la bifurcación de los treinta: New Deal, Frentes Populares o contrarrevolución fascista
Entre 1917 y 1936, el peligro que las élites temían desde 1848 se hace real: revoluciones, soviets, gobiernos de izquierda y políticas que empiezan a redistribuir riqueza y poder. La respuesta de las clases dominantes recorre todo el abanico: desde la reforma social limitada hasta la austeridad como arma —impuesta por la dictadura del Patrón Oro—, y, cuando eso ya no basta, la apuesta abierta por dictaduras de tipo fascista. Esta entrega recorre el ciclo revolución–contrarrevolución que va de Octubre de 1917 a la Guerra Civil española y desemboca en la II Guerra Mundial, para mostrar que el fascismo no es un accidente irracional, sino la forma extrema de una misma racionalidad oligárquica dirigida a impedir que la mayoría llegue a mandar.
La tesis en un vistazo: El periodo 1917-1945 muestra la escalada de respuestas de las élites ante el kratós mayoritario: primero integración (reformas sociales), luego austeridad como tecnología de poder (Patrón Oro), finalmente contrarrevolución fascista. La URSS no es una amenaza abstracta sino la prueba viviente de que la mayoría puede mandar, lo que multiplica el pánico oligárquico. El fascismo no es un accidente moral sino la respuesta racional de clase cuando la democracia amenaza con derivar en democracia económica. España 1936 es un capítulo tardío de esta misma lógica europea.
0. De la amenaza potencial al peligro real
En la entrega anterior dejamos la historia en un punto concreto: la industrialización capitalista había creado, casi sin querer, un sujeto nuevo y peligroso. Por primera vez, una mayoría cumplía las tres condiciones del kratós: número (masas obreras concentradas en ciudades y fábricas), organización (sindicatos, partidos, cooperativas) y conciencia (una lectura del mundo donde la mayoría no solo trabaja, sino que se sabe mayoría explotada).
En 1914, la pregunta ya no era si el proletariado podía mandar, sino cuándo y cómo. La Primera Guerra Mundial pospone esa respuesta a cañonazos, pero no la borra. Más bien la multiplica.
Entre 1917 y 1936, la amenaza deja de ser teórica. La mayoría organizada intenta mandar de verdad. Y las élites reaccionan con todo el repertorio disponible: concesiones, integración, manipulación, austeridad, golpes de Estado, dictaduras y, finalmente, guerra total.
1. 1917–1923: cuando el kratós desde abajo parece posible
La ruptura se produce en un lugar concreto y en una fecha concreta: Rusia, Octubre de 1917. Por primera vez en la historia un partido que se reclama obrero toma el poder, lo hace apoyado en consejos (soviets) de obreros y soldados, expropia a grandes propietarios y mantiene el control más allá de unas semanas de euforia.
El mensaje para el resto de Europa es brutalmente claro: no es un sueño, se puede.
La oleada que sigue no es un capricho ideológico, sino una reacción de fondo al mismo conjunto de fuerzas: una guerra que ha matado a millones, Estados quebrados financieramente, inflación, hambre, soldados que descubren que morir por la patria no les garantiza ni pan ni trabajo.
Entre 1917 y 1923 se encadenan: revolución alemana (consejos de obreros y soldados, caída del Káiser, repúblicas de consejos en lugares como Baviera), breve república soviética en Hungría, el biennio rosso italiano (1919–1920) con ocupaciones de fábricas y cientos de miles de obreros autoorganizados, huelgas generales, motines e insurrecciones parciales en media Europa.
Por primera vez, el pánico de las élites ya no es abstracto: no temen solo al "pueblo" como masa desordenada. Temen a un sujeto organizado que sabe dónde están las palancas del poder económico y político.
La URSS como prueba viviente y pesadilla permanente
Pero hay algo que cambia todo el tablero: la revolución rusa no es derrotada. La URSS sobrevive a la guerra civil, a la intervención extranjera, al aislamiento. Y eso significa que, por primera vez en la historia, existe un Estado donde la burguesía ha sido expropiada y no ha vuelto, los medios de producción principales están en manos públicas y un partido obrero controla el aparato estatal.
Para las élites europeas, esto no es una anécdota lejana. Es la demostración práctica de que sí se puede. Cada huelga en Turín, cada ocupación de fábrica en Berlín, cada soviet en Baviera trae consigo el fantasma: "¿y si aquí pasa lo mismo?"
Para el movimiento obrero, la URSS es un faro. Los partidos comunistas crecen mirando a Moscú. La Internacional Comunista coordina, financia, orienta luchas en todo el continente. La revolución ya no es una utopía teórica: es un modelo concreto, con bandera, himno y embajadas.
Esa existencia cambia radicalmente el cálculo de las clases dominantes. Ya no basta con reprimir aquí o allá. Hay que evitar que cualquier chispa se convierta en incendio, porque ahora existe un Estado dispuesto a soplar las llamas.
La respuesta es doble: represión abierta (insurrecciones aplastadas, consejos disueltos, líderes encarcelados o asesinados) y reorientación controlada (desplazamiento del conflicto al terreno parlamentario, reconstrucción del orden estatal con nuevas constituciones).
El primer ciclo revolucionario termina en derrota casi en todas partes salvo en la URSS. Pero deja algo instalado en la cabeza de todos: para el movimiento obrero, la convicción de que no es imposible; para las élites, la certeza de que puede volver a ocurrir. A partir de aquí, toda la política europea se moverá en esa tensión.
2. Democracia obrera y contrarrevolución "fría": reformas y austeridad
Derrotadas las tentativas insurreccionales, la mayoría organizada entra en el juego democrático. La posguerra trae sufragio ampliado (en muchos casos, casi universal masculino; en algunos países, también femenino), partidos socialdemócratas y laboristas fuertes, constituciones que reconocen derechos sociales y ampliación del Estado social donde ya existía (como en Alemania) junto a primeras medidas en otros países: seguros de desempleo, pensiones, protección frente a la enfermedad o el accidente laboral.
La clase dominante asume una parte de la agenda obrera. No por amor a la igualdad, sino porque ha aprendido una lección simple: sin concesiones materiales, la mayoría puede dejar de aceptar las reglas del juego.
Y ahora, además, existe una alternativa concreta: la URSS. Las reformas sociales en Occidente no solo buscan desactivar la conflictividad interna, sino también competir con el modelo soviético. Si los obreros alemanes, franceses o británicos ven que en Rusia hay trabajo garantizado, educación pública y sanidad universal, la tentación de mirar hacia Moscú crece. El Estado social europeo nace, en parte, como respuesta defensiva frente a la existencia de la URSS.
El caso de la República de Weimar es emblemático: Constitución avanzada, fuerte presencia de socialdemócratas, sistema de representación proporcional que da voz a la izquierda, un movimiento obrero organizado y con peso institucional. Sobre el papel, es el momento donde el kratós mayoritario parece encontrar una vía: usar el Estado para redistribuir algo de poder y riqueza.
Pero hay una línea roja que casi ninguna élite está dispuesta a cruzar: aceptar que la democracia política derive en democracia económica (control de inversiones, planificación pública, estructura tributaria que toque seriamente la propiedad).
Ahí aparece la Contrarrevolución "Fría": no se suspende la democracia de golpe, pero se vacía el contenido material de lo que la mayoría puede hacer con ella.
La Conversión al Patrón Oro: Austeridad como Tecnología de Poder
La herramienta central de esta contrarrevolución no es un ejército, sino una convención financiera. Tras la Conferencia de Génova de 1922 y los acuerdos posteriores, se acelera la restauración del Patrón Oro (o su versión modificada, el Patrón de Cambio Oro). Esto no es una simple decisión técnica; es una tecnología de poder diseñada para disciplinar a la mayoría organizada.
La disciplina del oro funciona como un muro infranqueable para los gobiernos distributivos:
- Prioridad Absoluta a la Moneda: El objetivo primordial de los bancos centrales ya no es el pleno empleo o el gasto social, sino la defensa de la paridad fija de la moneda contra el oro.
- Camisa de Fuerza Presupuestaria: Cualquier intento de gasto público masivo, aumento salarial o política redistributiva que alterase la balanza comercial ponía en peligro las reservas de oro del país.
- Corrección Automática por Deflación: Si un gobierno democrático intentaba "mandar de verdad" (ejerciendo el kratós para la mayoría), el mercado respondía forzándolo a la austeridad inmediata para "recuperar la competitividad".
La lógica es transparente: el sufragio puede ampliarse, las libertades públicas pueden tolerarse, siempre que la política económica quede fuera del alcance real de la mayoría.
La democracia se convierte así en un sistema que promete mucho en la superficie, pero choca contra un muro cuando la mayoría intenta usarla para redistribuir en serio.
El resultado no es estabilidad, sino frustración: masas que han sacrificado años en la guerra, que han conquistado el voto, y que descubren que, aun ganando elecciones, la música económica sigue sonando al ritmo de bancos centrales, acreedores y grandes propietarios. Ese caldo de cultivo explotará con la siguiente crisis.
3. 1929–1936: del crack a la bifurcación entre New Deal y fascismo
El crack de 1929 no es solo una crisis financiera. Es el hundimiento del relato según el cual si se deja al mercado en paz, redistribuirá progreso para todos. Lo que llega es un terremoto social: millones de parados, bancarrotas en cadena, caída dramática del comercio internacional, Estados incapaces de sostener el orden con las viejas recetas.
En ese contexto, las élites se ven ante un dilema que no es teórico:
| Opción A: Reforma profunda | Opción B: Contrarrevolución abierta |
|---|---|
| Ceder poder material a la mayoría: regulación, gasto público, reconocimiento de sindicatos, derechos laborales fuertes | Suspender la democracia o vaciarla mediante violencia estructural |
| Aceptar un Estado que corrige, redistribuye, planifica parcialmente | Apostar por fuerzas políticas que destruyan físicamente al sujeto mayoritario organizado |
En un extremo de la bifurcación, tenemos experiencias como el New Deal en Estados Unidos: inversión pública masiva, programas de empleo, regulación financiera, reconocimiento de derechos sindicales, subida de impuestos a rentas altas. No es socialismo. Es un intento de salvar el capitalismo aceptando parte de la agenda de la mayoría.
El New Deal es posible por condiciones específicas: Estados Unidos no ha sido devastado por la guerra mundial, tiene margen fiscal, su movimiento obrero está menos radicalizado que el europeo, y la geografía le da distancia respecto al "contagio" soviético. Aun así, también aquí la reforma responde al miedo: miedo a que la desesperación empuje a las masas hacia alternativas más radicales.
En Europa, la respuesta reformista-distributiva toma forma en los Frentes Populares: alianzas amplias entre socialistas, comunistas, republicanos y fuerzas progresistas que buscan frenar el fascismo desde dentro del juego democrático.
Francia en 1936 (con gobierno de Léon Blum, semana de 40 horas, vacaciones pagadas, reconocimiento sindical) y España (con el gobierno del Frente Popular y su programa de reforma agraria y derechos laborales) representan este intento de responder a la crisis con más democracia material, no con menos.
Pero los Frentes Populares operan en un contexto mucho más tenso que el New Deal: Europa está rodeada de regímenes fascistas ya consolidados (Italia, Alemania), las élites locales están más asustadas, y la polarización es mucho mayor. La reforma distributiva aquí no tiene el margen de maniobra estadounidense.
En el otro extremo, se consolida el camino fascista: uso del miedo al caos y al comunismo, exaltación de la nación, la raza o el orden, construcción de movimientos de masas reaccionarios, alianza directa con grandes propietarios, industriales y aparatos militares.
La década de los treinta se convierte así en una guerra de régimen: ¿Responder al colapso con más democracia material (Estado social, derechos, redistribución)? ¿O responder con menos democracia, menos derechos y más violencia institucional?
A partir de aquí, el fascismo deja de ser una rareza italiana para convertirse en una opción racional de clase en amplio sentido: una apuesta por liquidar políticamente al sujeto mayoritario que había emergido desde 1848.
4. Fascismo: forma general de contrarrevolución (con España dentro)
No hace falta entrar en todos los detalles nacionales para ver el patrón. Allí donde el fascismo triunfa, se repiten una serie de movimientos: una mayoría organizada que ha avanzado demasiado (movimientos obreros fuertes, campesinos con expectativas de reforma agraria, partidos de masas), una crisis que deslegitima el orden liberal (derrota militar, hiperinflación, paro masivo, colapso institucional), élites que dejan de confiar en la integración (miedo a un "nuevo Octubre"), construcción de un bloque fascista (alianza entre grandes empresarios, mandos militares, viejas aristocracias y clero conservador) y anulación sistemática del sujeto mayoritario (ilegalización de partidos obreros, destrucción de sindicatos libres, persecución física).
El anticomunismo como argumento central
La propaganda fascista se construye explícitamente contra el "peligro bolchevique". No es casualidad: la URSS es el coco perfecto para justificar la violencia contrarrevolucionaria. Cada vez que un movimiento fascista necesita legitimarse, apunta a Moscú.
En Alemania, los nazis sistematizan ese anticomunismo. No lo inventan —las élites europeas llevan temiéndole al comunismo desde 1917— pero lo convierten en doctrina de Estado, en justificación para el exterminio, en motor de política exterior.
Pero hay que ser claros: en los años treinta, la narrativa del "totalitarismo soviético" equiparable al nazismo no existe todavía en la opinión pública occidental. Esa equiparación es un producto de la Guerra Fría, posterior a 1945. En los años treinta, incluso intelectuales liberales visitan la URSS y vuelven impresionados por la industrialización, el pleno empleo, la movilización de masas. Las denuncias del terror estalinista existen, pero son marginales o desestimadas como propaganda.
El fascismo no surge, pues, contra una "amenaza totalitaria abstracta". Surge contra la posibilidad concreta de que la mayoría mande, y la URSS es la prueba viviente de que esa mayoría puede expropiar, planificar, sostenerse en el poder. Eso es lo intolerable.
España como capítulo del ciclo europeo
En ese cuadro, la Guerra Civil española no es una excentricidad peninsular. Es un capítulo tardío de la misma historia: un Frente Popular que agrupa fuerzas obreras, campesinas, republicanas y de izquierdas con un programa de reforma agraria, derechos laborales y democratización del Estado; un bloque de poder tradicional (terratenientes, Iglesia, altos mandos militares, élites financieras) que ve en ese programa una amenaza existencial; y un golpe de Estado que se presenta como "salvación de la patria", apoyado militarmente por Italia y Alemania, y contemplado con pasividad o complicidad por las democracias liberales.
España condensa en tres años la misma lógica que venía desarrollándose en Europa desde 1917: cuando la mayoría intenta traducir su fuerza en poder efectivo, la élite no duda en apostar por la guerra civil antes que aceptar el kratós de abajo.
El fascismo, en este sentido, no es el delirio de unos fanáticos sueltos, sino una tecnología de contrarrevolución: un modo de reorganizar el poder minoritario tras una fase en que la mayoría ha estado demasiado cerca de mandar. No solo destruye la democracia política, sino el modelo liberal de Estado: promueve la fusión total entre la dirección política (el partido único), el aparato estatal y el gran capital para imponer un orden único, jerárquico y blindado contra cualquier forma de kratós de la mayoría.
5. Conclusión: revolución, contrarrevolución y guerra total (1917–1945)
Si miramos el periodo 1917–1945 como un bloque, lo que aparece no es solo una sucesión de guerras y tratados, sino una gran disputa sobre quién manda:
- 1917–1923 abre la posibilidad de un kratós desde abajo: revoluciones, consejos, soviets. La URSS convierte esa posibilidad en realidad duradera, y eso cambia todo el juego.
- Los años veinte ensayan la vía de la democracia social, pero imponen la contrarrevolución fría de la austeridad y el Patrón Oro. Las reformas se conceden también para competir con el modelo soviético, para que los obreros occidentales no miren hacia Moscú.
- Los años treinta plantean la bifurcación: o más democracia material (New Deal, frentes populares), o menos democracia y más violencia (fascismo, militarismo, Estado de excepción permanente). La URSS sirve de espantajo para justificar la segunda opción.
- La II Guerra Mundial no cae del cielo. Es el punto culminante de esa tensión entre revolución y contrarrevolución: guerra entre imperios y proyectos de sociedad, intento brutal de cerrar a sangre y fuego la pregunta que las élites vienen esquivando desde 1848.
La pregunta es siempre la misma: ¿Puede la mayoría llegar a mandar?
Entre 1917 y 1945, la respuesta de las clases dominantes es clara: mientras sea posible contenerla con integración (reformas parciales, concesiones, cooptación), se hace; cuando eso no basta, se recurre a la austeridad para disciplinar por la vía económica; y cuando incluso eso falla, se abandona la mascarada democrática y se apuesta sin pudor por la contrarrevolución fascista y la guerra total.
El fascismo, visto desde el kratós, no es una anomalía moral que cayó sobre Europa como una maldición, sino la forma extrema de una misma racionalidad oligárquica: si la mayoría amenaza con mandar, se destruye la democracia para salvar la propiedad.
En la próxima entrega veremos cómo, tras 1945, se construye un nuevo orden. Un orden donde la mayoría cree que manda —porque vota, tiene derechos, accede al consumo— mientras el poder real se reconfigura en otras manos: organismos técnicos internacionales, bancos centrales "independientes", tratados que blindan la propiedad frente a la voluntad popular. La democracia vuelve, sí. Pero vuelve domesticada.

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