La falsa estabilidad: Macron contra el mandato del pueblo francés


Hay crisis que no son del régimen, sino de quienes lo encarnan.
La que vive Francia hoy pertenece a esa categoría: no es la V República la que ha dejado de funcionar, sino su presidente, Emmanuel Macron, que se resiste a aceptar lo que el voto de los franceses ya dictó.

Desde las elecciones legislativas de 2024, Francia es un país sin mayoría. La Asamblea Nacional expresa tres almas —una izquierda reunificada en el Nuevo Frente Popular, una extrema derecha consolidada en el Rassemblement National y un centro liberal agotado—. Es, en realidad, una radiografía democrática de la sociedad francesa actual. Pero Macron se niega a leerla así. Prefiere interpretar la fragmentación como una anomalía que hay que corregir desde arriba, no como una realidad que debe ser representada.

En la arquitectura de la V República, el presidente de la República no gobierna: arbitra.
Fue concebido por De Gaulle como garante del equilibrio entre el Estado y la nación, entre las instituciones y el pueblo.
Cuando no dispone de mayoría parlamentaria, el presidente debe ceder el gobierno a quien la tenga. No es una humillación: es la lógica republicana.
Mitterrand lo hizo con Chirac en 1986, Chirac lo hizo con Jospin en 1997. Ambos entendieron que la cohabitación, aunque incómoda, salvaguardaba la continuidad institucional.

Macron, en cambio, ha decidido no hacerlo.
Prefiere prolongar una ficción centrista en la que él sigue siendo el “árbitro ilustrado” que equilibra a los extremos. Pero ese papel ya no existe.
Su movimiento, Renaissance, ha perdido base social y capacidad de mediación.
Sus primeros ministros —uno tras otro— duran apenas semanas porque no representan a nadie.
Y su gobierno, sin mayoría, se ve obligado a legislar a golpe del artículo 49.3, el atajo constitucional que permite imponer leyes sin voto parlamentario.
La República sobrevive, pero sin respiración política.

La situación es aún más clara de lo que parece:
tras las elecciones de 2024, el Nouveau Front Populaire se convirtió en la primera fuerza de la Asamblea Nacional, con alrededor de 185 diputados.
No tiene mayoría absoluta, pero sí la legitimidad suficiente para liderar un gobierno de coalición o de proyecto.
La buena práctica republicana —confirmada por décadas de precedentes— habría exigido que el presidente propusiera un primer ministro salido de esa mayoría relativa.
Macron, sin embargo, eligió el camino contrario: mantener el control presidencial sin respaldo parlamentario, nombrando gabinetes “de equilibrio” destinados a caer.
Con ello no protege a la República, la debilita.
Confunde el arbitraje con la apropiación y convierte su mandato en un experimento de poder sin representación.

En agosto de 2024, durante las consultas posteriores a las elecciones, Macron rechazó públicamente la candidatura de Lucie Castets, propuesta por el NFP para encabezar el gobierno.
Argumentó que su deber era preservar la “estabilidad institucional” del país y evitar un ejecutivo condenado a una moción de censura inmediata.
Según su entorno, un gobierno de izquierdas habría durado apenas días y hundido la confianza internacional en Francia.
Pero esa justificación se ha revelado profundamente paradójica: la estabilidad que invocaba no ha existido.
Desde entonces, el país ha pasado por tres gobiernos efímeros, una parálisis legislativa casi total y un clima de desafección política que erosiona precisamente lo que el presidente decía querer proteger.
En nombre de la estabilidad, ha producido la inestabilidad más prolongada de la V República.

Además, su argumento sobre la “ingobernabilidad” de un gabinete del NFP no resiste el contraste con los hechos.
Con 185 escaños, la coalición de izquierdas habría podido construir mayorías de proyecto negociando con ecologistas, regionalistas y parte del centro moderado.
No habría sido un gobierno fácil, pero sí posible, y sobre todo más democrático que el actual modelo de decretos en cadena.
Macron, en cambio, ha demostrado que ni siquiera con sus propios primeros ministros ha logrado aprobar leyes sin recurrir al artículo 49.3.
El problema, por tanto, no era la falta de viabilidad parlamentaria, sino la falta de voluntad política.
Como en toda cohabitación, habría habido tensiones, acuerdos, conflictos y cesiones, pero también debate y representación.
Y eso —el regreso de la política— es precisamente lo que el presidente ha querido evitar.

El fondo de esta contradicción es ideológico.
Macron dice actuar desde una posición institucional, pero en realidad defiende su propia política económica: una ortodoxia liberal y europeísta basada en la disciplina fiscal y las reformas estructurales.
El Nouveau Front Populaire, por el contrario, propone una agenda social expansiva, antiausteridad y parcialmente crítica con el marco económico de la Unión Europea.
Por eso el presidente no lo respalda: teme que un gobierno de esa orientación rompa con la narrativa que él construyó desde 2017 —la de una Francia moderna, reformista, responsable ante Bruselas y los mercados—.
Su apelación a la “estabilidad institucional” oculta una defensa del modelo económico que considera inseparable de la estabilidad misma.
Pero confundir estabilidad con continuidad ideológica es el error político de fondo: una república no es estable cuando el poder se obstina, sino cuando acepta representar la pluralidad del país.

Macron no enfrenta una crisis de régimen: enfrenta una crisis de interpretación.
Ha confundido la legitimidad con la posesión del poder, el papel del presidente con el del jefe de gobierno, la autoridad con la obstinación.
El problema no es que Francia sea ingobernable, sino que su presidente no acepta que el país eligió otra voz.
La República, que nació para encarnar el pluralismo, se ve ahora secuestrada por una lectura monárquica del poder: la idea de que el pueblo se equivoca y el presidente tiene que corregirlo.

El resultado es una Francia en suspenso, atrapada entre tres legitimidades y una sola voluntad que no cede.
Macron, que quiso ser el rostro de una modernidad postideológica, termina siendo la figura más ideológicamente rígida del país: el hombre que no soporta perder, ni siquiera el derecho a arbitrar.

Y quizá ese sea el verdadero fin de su “vía Macron”: no un colapso del sistema, sino el agotamiento moral de un liderazgo que confundió el equilibrio con el control, la estabilidad con la inmovilidad y la República con su propio proyecto económico.


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