Serie Krátos: el poder que nunca fue del pueblo (0)

Cómo y por qué la democracia integra a las masas sin entregarles el mando

Decimos que vivimos en democracia como si eso significara que la mayoría manda. Pero el poder —el que obliga, redistribuye y altera el orden— sigue en manos de minorías organizadas. Esta entrega inicial, que presenta la serie, recorre el hilo que va de Aristóteles al proletariado y al poder judicial para mostrar algo incómodo: las masas participan, pero casi nunca mandan.

ENTREGA 0 — Presentación: El poder es siempre de minorías

Decimos “democracia” como si fuera sinónimo de gobierno del pueblo. Pero la historia política, desde la Antigüedad hasta hoy, muestra otra realidad: el poder siempre ha sido ejercido por minorías organizadas sobre mayorías dispersas. No por maldad, sino por estructura. Quien controla la coerción, la organización y los recursos estratégicos controla el poder. Y ese control rara vez está en manos de la mayoría.

El punto de partida de esta serie es simple y áspero:
las masas pueden participar, pero no mandan.

El poder tiene nombre

La raíz del problema está contenida en el propio concepto griego de democracia. Dêmos es el pueblo. Krátos es la fuerza que obliga, el poder que vence resistencias. Y los griegos lo distinguieron con precisión clínica de otras formas de poder:

  • krátos → fuerza coercitiva, poder que obliga
  • exousía → autoridad legal
  • dynamis → capacidad técnica u operativa

La historia política de Occidente es, en el fondo, el intento constante de desplazar el krátos —el poder real— lejos de las mayorías, sustituyéndolo por exousía (normas, constituciones, límites) y por dynamis (tecnócratas, expertos, economistas).
Es la historia del miedo de las élites a que las mayorías adquieran poder efectivo.

Participación no es poder

Uno de los malentendidos fundamentales de la política moderna es confundir participación con poder.

Participar es votar, opinar, manifestarse, deliberar.
Poder es la capacidad de obligar, imponer consecuencias y alterar el orden existente.

Las democracias contemporáneas conceden mucha participación simbólica y muy poco poder real.
Esta serie estudia precisamente esa distancia entre lo que la mayoría puede hacer y lo que la minoría decide.

El miedo redistributivo: Aristóteles y el contenido del poder

Platón lo resolvió por la vía de la exclusión: apartar al dêmos pobre del poder y entregarlo a una élite racional. Pero Aristóteles fue menos utópico y más implacable en su diagnóstico.

En su clasificación de regímenes, toda forma de gobierno “en favor del pobre” —es decir, con contenido redistributivo— era automáticamente degenerada y caía bajo el término demagogia. Lo crucial es que la degeneración no dependía del procedimiento, sino del contenido del poder: gobernar para quienes no poseen nada era, para Aristóteles, sinónimo de conflicto, resentimiento y saqueo.

¿Qué significaba esto en la práctica? En la Atenas del siglo IV a. C., los demagogos proponían cancelación de deudas, redistribución de tierras públicas, confiscaciones a los ricos. Para Aristóteles, estas medidas no eran injustas por violar algún procedimiento formal, sino por representar la imposición del interés económico de la mayoría pobre sobre la minoría propietaria. Su proyecto constitucional, la politeia, buscaba precisamente diseñar instituciones que impidieran que la mayoría pobre pudiera traducir su superioridad numérica en poder económico efectivo.

En otras palabras: el problema del krátos popular no era su forma, sino su finalidad.

Y hay un matiz decisivo: para Aristóteles, la estabilidad solo era posible si el poder recaía en quienes tenían “lo suficiente” como para no desear redistribuir nada. La clase media no es una categoría sociológica: es un mecanismo constitucional destinado a neutralizar el contenido redistributivo del poder popular.

La aparición histórica de un poder mayoritario real

Durante milenios, esta tensión fue estable porque las mayorías carecían de herramientas para actuar políticamente. Eran numéricamente superiores pero estructuralmente impotentes: dispersas, desorganizadas, sin capacidad para sostener la acción colectiva.

Eso cambió con el capitalismo industrial.

El sistema que empobreció, concentró y disciplinó a millones creó, sin quererlo, el primer sujeto mayoritario capaz de disputar el poder: el proletariado moderno.

El proletariado no es solo una mayoría numérica. Es una mayoría con tres características históricamente inéditas:

Concentración espacial
Las fábricas, minas y puertos concentraron a miles de trabajadores en los mismos espacios, facilitando la comunicación, la identificación mutua y la acción coordinada.

Dependencia mutua del capital
El proceso productivo capitalista hizo que patronos y trabajadores dependieran estructuralmente unos de otros. Por primera vez, la mayoría pobre podía paralizar la economía sin necesidad de armas. La huelga no es violencia; es la retirada coordinada del trabajo. Y esa retirada basta para detener la producción, el transporte, la electricidad, el comercio.

Organizaciones de masas
Sindicatos, partidos obreros, cooperativas. El proletariado no actuó como turba espontánea, sino como clase organizada, capaz de sostener conflictos durante semanas o meses, coordinar acciones internacionales y construir infraestructuras propias.

Entre 1870 y 1970, ese poder se desplegó con una intensidad sin precedentes. Huelgas generales que paralizaban países enteros. Partidos socialistas y comunistas que ganaban mayorías parlamentarias. Revoluciones que derrocaban regímenes. Por primera vez en la historia política de Occidente, la mayoría pobre no solo participaba: mandaba.

Ese poder no fue teórico. Aterrorizó a las élites europeas en 1848 y en la Comuna de París, cuando la mayoría trabajadora intentó ejercer el krátos de forma directa. Las respuestas —masacres, restauraciones y más tarde fascismo— revelan que el miedo griego reapareció intacto en la modernidad.

Las respuestas posteriores fueron claras: represión violenta, fascismo, guerra fría, desmantelamiento industrial, fragmentación del trabajo, financiarización de la economía. El resultado fue la desarticulación progresiva de ese sujeto mayoritario. No por accidente, sino por diseño. Porque su mera existencia representaba una amenaza estructural para cualquier régimen minoritario.

La paradoja de Michels: la organización reproduce oligarquía

Pero hay un problema más profundo, y Robert Michels lo formuló con precisión devastadora en su Ley de Hierro de la Oligarquía: toda organización, incluso la más igualitaria, acaba generando una minoría dirigente que controla al resto.

¿Por qué? Porque la acción colectiva requiere coordinación, y la coordinación requiere especialización. Alguien tiene que convocar, negociar, hablar en público, gestionar recursos, tomar decisiones rápidas. Con el tiempo, esas funciones crean una capa de dirigentes profesionales con intereses propios, distintos de los de la base. Los líderes sindicales se convierten en negociadores permanentes. Los diputados obreros se integran en el parlamento. Los revolucionarios se transforman en burócratas del partido.

La paradoja es devastadora: la única forma que tiene la mayoría de actuar políticamente —la organización— reproduce automáticamente un nuevo gobierno de minorías profesionales.

Esto no invalida el proyecto democrático, pero lo complica radicalmente. Significa que el problema no es solo externo (las élites que contienen al pueblo) sino también interno: el pueblo no puede gobernarse a sí mismo sin generar nuevas élites.
Cualquier proyecto emancipador que ignore esta paradoja está condenado a reproducir aquello que pretende destruir.

La integración como neutralización

La democracia moderna no rompe esta lógica; la perfecciona. No reprime al proletariado: lo integra. Le da derechos laborales, sufragio universal, seguridad social, negociación colectiva. Pero esa integración tiene un precio: la renuncia al krátos.

Las organizaciones obreras son reconocidas, pero solo si aceptan jugar dentro de reglas que garantizan que el poder económico fundamental no será tocado. Los sindicatos pueden negociar salarios, pero no cuestionar la propiedad. Los partidos de izquierda pueden gobernar, pero no alterar las estructuras básicas del capital. La participación se expande, pero el poder real se desplaza hacia instancias cada vez más alejadas del voto: bancos centrales independientes, tratados internacionales, tribunales constitucionales.

La integración no democratiza el poder; lo canaliza hacia élites cada vez más especializadas y menos controlables.
Y de todas esas instancias, hay una que representa la culminación histórica de este proceso: el poder judicial.

El poder judicial como destino final

El poder judicial no es un añadido reciente ni un fenómeno local. Es la forma institucional contemporánea del proyecto más antiguo de contención del krátos.

Reúne todas las características que históricamente han servido para neutralizar el poder popular:

  • No depende del voto
  • Opera en clave técnica
  • Posee autoridad simbólica suprema
  • Constituye una élite cerrada

Pero lo más importante es esto: el judicial tiene la última palabra sobre qué es legítimo y qué no lo es. Puede declarar inconstitucional una huelga general, ilegal una expropiación, improcedente un referéndum. Y lo hace sin necesidad de justificarse ante las urnas.

Si Platón imaginó apartar al dêmos del poder mediante guardianes filosóficos, y Aristóteles diseñó constituciones que neutralizaban el contenido redistributivo de la mayoría, el poder judicial moderno es la realización histórica más perfecta de ese proyecto.

Hoy, las grandes decisiones políticas se dirimen en tribunales. No porque sea más justo, sino porque es más seguro. En un tribunal no hay huelgas que paralicen la economía. No hay mayorías que voten en contra. No hay presión social inmediata. Solo hay expedientes, jurisprudencia y sentencias inapelables.

Una línea continua

Desde el temor griego al krátos hasta la judicialización contemporánea, la historia política de Occidente puede resumirse en una sola frase:

Cómo impedir que la mayoría pueda mandar.

No es un complot. Es una estructura. Las élites no necesitan conspirar: necesitan instituciones que garanticen que el poder permanezca donde siempre ha estado. Cuando esas instituciones fallan, el sistema se reajusta: represión, integración, despolitización, tecnocracia, judicialización.

El corto siglo del poder mayoritario terminó, y su lugar lo ocupa ahora el poder judicial y tecnocrático: la forma moderna de la vieja pregunta griega —cómo impedir que la mayoría pueda mandar.

No es un alegato, es un diagnóstico

Esta serie no es un ataque a la democracia.
Es una radiografía de sus límites reales.
Solo entendiendo cómo funciona el poder —y por qué funciona así— podremos aspirar a sistemas políticos que no vivan del miedo estructural a la mayoría.

La pregunta que atraviesa toda esta serie es simple:
¿Es posible una democracia donde el dêmos ejerza realmente el krátos?

Michels diría que no.
La historia del siglo XX sugiere que solo fue posible brevemente, bajo condiciones excepcionales que ya no existen.
Y las élites contemporáneas han aprendido la lección: no volverán a permitir que la mayoría tenga las herramientas para ejercer poder efectivo.

Pero reconocer esa realidad no es aceptarla.
Es el primer paso para transformarla.

Porque solo nombrando el problema con precisión —el desplazamiento del krátos lejos del dêmos— podemos empezar a pensar en formas de organización política que no dependan de mantener a la mayoría permanentemente alejada del poder real.

Aquí empieza la serie.

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