Lo woke: el exilio interior de la izquierda
Cuando la izquierda perdió el poder material, encontró refugio en lo simbólico. Lo woke no destruyó nada: es el síntoma de una derrota previa. Mientras administra el lenguaje, otros administran la propiedad.
"Woke" se ha convertido en palabra-arma del debate tribal: todos disparan, nadie define. Este ensayo propone lo contrario: mirar qué representa realmente dentro de la tradición crítica de izquierda. La tesis es incómoda: lo woke no es traición ni locura progre, es la vía de escape que encontró la izquierda tras perder en el terreno material. No es la causa del vacío. Es su ocupante.
La tesis en un vistazo: Lo woke es un régimen político donde la emancipación se desplaza de la sociedad al individuo, del salario al lenguaje, de la institución al yo. No es traición sino síntoma: aparece cuando la izquierda pierde capacidad de disputar poder material y se refugia en el reconocimiento simbólico. El resultado es una política compatible con el capitalismo avanzado: inclusiva arriba, extractiva abajo. Mientras la izquierda administra el lenguaje, otros administran la propiedad, el trabajo y la vida.
"Woke" se ha convertido en una palabra-herramienta: sirve para insultar, para caricaturizar, para agrupar bajo un mismo saco fenómenos distintos y, sobre todo, para evitar pensar. A veces se usa como sinónimo de "progresismo cultural"; otras, como etiqueta para una moral inquisitorial; otras, como arma arrojadiza contra cualquier política identitaria. El resultado es una confusión útil para el debate tribal: nadie define nada, todos disparan.
Este ensayo busca lo contrario: definir qué se entiende por "woke" en su forma contemporánea y mostrar qué representa dentro de una tradición crítica concreta. La tesis central es simple y, a la vez, incómoda: lo woke no destruyó a la izquierda; es una vía de escape que la izquierda encontró tras su derrota en el campo social. No es la causa del vacío. Es el ocupante del vacío.
1. Qué significa realmente "woke" (en su forma actual)
El término tiene un origen reconocible: "estar despierto" ante la injusticia, especialmente en el contexto afroamericano. Pero el uso actual —el que realmente importa para el debate político— ya no nombra esa alerta moral básica. Nombra otra cosa:
Lo woke, hoy, es un régimen de sentido y de conducta donde la política se concentra en el reconocimiento moral, el lenguaje, la identidad y la gestión simbólica del daño, sustituyendo (o subordinando) la disputa por la estructura material del poder.
Dicho sin rodeos: la emancipación se desplaza de la sociedad al individuo. De la fábrica al discurso. Del salario al lenguaje. De la institución al yo.
Para evitar un malentendido habitual conviene fijar criterios operativos. El término "woke" no designa aquí la simple denuncia de discriminaciones reales ni la legitimidad de combatirlas. Designa una forma política más específica, reconocible por tres rasgos que operan conjuntamente como patrón dominante:
Centralidad del reconocimiento simbólico (lenguaje, representación, visibilidad) como eje dominante de la agenda política, no como complemento sino como sustituto de la disputa material.
Desplazamiento del conflicto desde la estructura material (propiedad, salario, vivienda, sindicatos) hacia la moralización del discurso y la intención individual.
Alta compatibilidad institucional y corporativa: puede adoptarse como política reputacional sin alterar la economía política que genera desigualdad.
Estos criterios no se aplican de forma binaria. Un movimiento no es automáticamente "woke" por trabajar sobre lenguaje o identidad. Lo decisivo es el patrón de prioridades sistémico: cuando el reconocimiento simbólico se convierte en el horizonte político principal, cuando la corrección del discurso sustituye estructuralmente a la transformación material, cuando la agenda es perfectamente asumible por una corporación sin tocar su modelo de negocio, entonces estamos ante el fenómeno que este ensayo analiza.
Ejemplos concretos ayudan a trazar la distinción:
- No es woke: Un sindicato que negocia igualdad salarial por género y además implementa protocolos antiacoso. Aquí el reconocimiento acompaña redistribución.
- Sí es woke: Una corporación que celebra el Día del Orgullo con campañas masivas mientras subcontrata servicios para evadir derechos laborales. Aquí el reconocimiento sustituye y oculta la explotación.
- No es woke: Un movimiento antirracista que exige redistribución policial, inversión en barrios empobrecidos y reforma del sistema penal.
- Sí es woke: Una institución que multiplica comités de diversidad, formaciones sobre microagresiones y declaraciones simbólicas, pero mantiene intacta su estructura salarial racializada.
El reconocimiento importa, y mucho. Lo decisivo es el orden de prioridades y el tipo de conflicto que se construye: el antagonismo social es reemplazado por un campo moral de pureza/impureza, cuidado/violencia, pertenencia/exclusión, donde la sanción simbólica ocupa el lugar de la transformación material. Cuando se pierde el poder, se compensa con virtud; se gana el lenguaje porque se perdió la fábrica.
2. La derrota previa: la izquierda dejó de ganar
Para entender lo woke como fenómeno histórico hay que asumir un hecho: la izquierda perdió. Perdió en el terreno donde se jugaba la política moderna de masas: la organización social, la economía política, el poder institucional y la hegemonía cultural en sentido fuerte (no "relatos", sino capacidad efectiva de orientar la sociedad).
Desde finales del siglo XX, el mundo occidental entra en una fase donde el neoliberalismo no es solo un programa económico: es una forma de vida. Privatiza, desregula, precariza, pero también produce subjetividades. Y lo hace con una eficacia que desarma los viejos instrumentos de la izquierda: sindicatos debilitados, partidos integrados, clase trabajadora fragmentada, desindustrialización, terciarización, competencia entre precarios, individualización radical.
En ese contexto, la izquierda clásica (la que apuntaba a redistribución y poder material) deja de ser creíble no porque sus valores fuesen "malos", sino porque pierde capacidad de victoria y de construcción. Y cuando una tradición política pierde su campo de acción, busca otro.
Mark Fisher puso nombre a la atmósfera resultante: el realismo capitalista, la percepción de que el capitalismo no solo domina, sino que además resulta difícil imaginar alternativas coherentes. Cuando el horizonte se cierra, la política deja de ser conquista y se convierte en administración de lo existente. De ahí el giro hacia la cultura: es un terreno donde todavía pueden obtenerse victorias, aunque sean principalmente simbólicas.
3. El cambio de hábitat: de la fábrica a la universidad (y al departamento de marca)
La mutación no ocurre en el vacío. La desindustrialización, la precarización y la financiarización rompen la base organizativa de la izquierda clásica; al mismo tiempo, parte de la energía militante se desplaza hacia espacios donde el capital cultural pesa más que el poder económico: universidad, medios, ONG y, más tarde, la cultura corporativa. Cambia el terreno y cambia el arma: del sindicato al discurso; de la negociación colectiva al lenguaje; de la construcción institucional a la sanción simbólica.
Ese desplazamiento reorganiza la política de izquierda como gestión de legitimidad y estatus en los espacios donde se decide el prestigio social. La economía, en cambio, empieza a tratarse como un dato: algo dado, demasiado grande o demasiado cerrado como para ser transformado.
4. El gran desplazamiento: de la redistribución al reconocimiento afirmativo
Nancy Fraser diagnostica que parte de la izquierda se desplazó desde una política centrada en redistribución hacia una política centrada en reconocimiento. El problema no es que el reconocimiento no sea necesario —aborda daños reales como racismo, discriminación y jerarquías de estatus—, sino su captura dentro de una alianza social y cultural compatible con el capitalismo avanzado.
El resultado es lo que Fraser denomina, en distintas formulaciones, un tipo de progresismo que combina diversidad simbólica con continuidad económica: más inclusión representacional, pero con precariedad estructural intacta; más "visibilidad", pero con desigualdad consolidada; más "lenguaje", pero con desposesión material normalizada.
Aquí resulta decisiva una distinción: reconocimiento afirmativo frente a reconocimiento transformador.
El reconocimiento afirmativo busca reasignar respeto y estatus dentro del marco existente: más representación, más visibilidad, más códigos de trato, sin tocar las estructuras económicas que reproducen la desigualdad.
El reconocimiento transformador implicaría cambios de fondo: instituciones, condiciones materiales y relaciones de poder que producen tanto jerarquías económicas como jerarquías de estatus.
Este giro no es una conspiración. Es un efecto histórico: si ya no se puede conquistar el poder económico, se conquista el sentido moral. Si ya no se puede organizar a la mayoría como sujeto político estable, se organizan microcolectivos como identidades. La política se reconvierte en conflicto sobre ofensa, sensibilidad, representación y legitimidad moral. Es política, sí. Pero de baja amenaza sistémica.
5. La huida hacia el yo: emancipación íntima, compatible con el mundo
La emancipación se vuelve personal. Ya no es (principalmente) "cambiar las condiciones materiales de existencia" sino "liberar la subjetividad", "nombrar el daño", "reconstruir el yo", "crear espacios seguros", "reparar simbólicamente".
Cuando el mundo se vuelve inexpugnable, el yo parece gobernable. Es una reacción comprensible, y es legítimo querer nombrar y mitigar los daños sufridos. El problema es su consecuencia política: un proyecto de emancipación colectiva se convierte en un programa de higiene moral, autoafirmación y vigilancia simbólica.
Esto no nace de la nada. Viene de tradiciones reales: teoría crítica, postestructuralismo, estudios culturales, feminismos, antirracismo. Pero, al atravesar la derrota social y la integración institucional, se transforma: la crítica se vuelve administración del daño; la universalidad se vuelve sospechosa; la disputa por la estructura se sustituye por la disputa por el lenguaje. El conflicto se desplaza del mundo al diccionario.
Y aquí aparece el punto incómodo: ese desplazamiento encaja por similitud con el neoliberalismo. No porque lo woke sea neoliberal, sino porque comparte con el neoliberalismo una antropología individualista: el sujeto como empresa de sí, como proyecto de autogestión, como identidad que se optimiza, se protege, se exhibe, se regula.
6. El capitalismo que aprende a hablar inclusivo
Mark Fisher expresó con claridad que el capitalismo tiene una capacidad extraordinaria para absorber la crítica, convertirla en estilo y venderla como producto. La rebeldía se vuelve estética. La disidencia, marca. La moral, marketing. No porque el sistema "crea" en ello, sino porque puede incorporarlo sin perder nada esencial: el control de la estructura económica.
Por eso se observan corporaciones que precarizan a sus trabajadores celebrando el Pride; universidades que subcontratan limpieza hablando de "espacios seguros"; plataformas que explotan atención predicando "conciencia social". No es solo hipocresía individual: es lógica sistémica. Diversidad como reputación; inclusión como compliance; lenguaje como KPI. La justicia social se convierte en un activo: reduce riesgo reputacional, mejora marca empleadora y disciplina internamente.
El resultado es un pacto implícito del capitalismo progresista: inclusivo arriba, extractivo abajo. Se concede reconocimiento simbólico para no conceder redistribución material.
7. Moral en lugar de poder: la sustitución decisiva
Žižek expone la idea de que cuando desaparece el antagonismo fuerte (clase, propiedad, poder económico), el conflicto reaparece como moralización. No se discute "quién manda y por qué". Se discute "quién es puro y quién es impuro".
El vocabulario cambia: violencia simbólica, microagresiones, apropiación, daño, espacios, cuidados. El problema es que, como centro de gravedad, construyen una política de vigilancia y sanción más que una política de construcción institucional y material. La moralización tiene una ventaja para el sistema: permite conflicto permanente sin coste estructural.
En esa lógica, el enemigo no es un sistema, sino una persona. El conflicto no es una estructura, sino una intención. El problema no es la propiedad o la dominación, sino el discurso. La política se vuelve un tribunal: no decide salarios, decide culpabilidades.
El efecto práctico es devastador: la izquierda deja de ofrecer un horizonte común. Ofrece un código moral.
8. No traición, sino síntoma: lo woke ocupa un vacío
El núcleo del argumento es que lo woke no es un factor causal que destruyó a la izquierda. Aparece como síntoma de una izquierda ya debilitada, ya derrotada, ya incapaz de organizar un sujeto mayoritario.
Por eso lo woke prospera especialmente en sectores urbanos educados, instituciones culturales, universidad, medios, empresas tecnológicas y burocracias de recursos humanos. Es un ecosistema donde el capital cultural manda, donde el lenguaje es poder y donde la economía ya se da por perdida. Ahí lo woke no es una anomalía: es la forma "normal" de politización disponible.
9. El espejo invertido: la crítica anti-woke como otra forma de evasión
Aquí conviene detenerse en un punto decisivo: la crítica conservadora o de extrema derecha a lo woke no representa una alternativa real, sino la otra cara de la misma moneda. Comparte con el progresismo corporativo una característica fundamental: ataca símbolos para no tocar estructuras.
La derecha anti-woke construye su discurso en torno a "libertad de expresión", "sentido común", "defensa de la tradición" o "protección de la clase trabajadora" frente a élites urbanas progresistas. Pero ese discurso es pura teatralidad: mientras agita el pánico moral contra el lenguaje inclusivo, los baños de género o las cuotas de diversidad, no mueve un dedo —o activamente sabotea— cualquier política redistributiva real: impuestos progresivos, regulación laboral, sindicatos, vivienda pública, servicios universales.
El resultado es una guerra cultural estéril donde ambos bandos luchan por territorio simbólico mientras la estructura económica permanece intocada. La derecha ofrece "orgullo nacional" o "valores tradicionales" a una clase trabajadora precarizada, pero sin cuestionar la propiedad, el salario o la desposesión. Es otra forma de moralización, solo que en sentido inverso: en lugar de pureza progresista, pureza identitaria; en lugar de microagresiones, "marxismo cultural"; en lugar de espacios seguros, "defensa de lo nuestro".
El truco es el mismo: convertir el conflicto material en conflicto moral. La izquierda woke pregunta "¿quién usa lenguaje ofensivo?"; la derecha anti-woke pregunta "¿quién traiciona la nación?". Ninguna pregunta "¿quién posee qué, quién decide sobre el trabajo, quién controla la renta?".
Por eso la crítica anti-woke no solo es insuficiente: es cómplice. Finge combatir las élites mientras protege el privilegio económico. Finge defender lo social mientras destruye sindicatos y servicios públicos. Ofrece identidad donde debería ofrecer redistribución. Y lo hace, precisamente, aprovechando el vacío que dejó una izquierda incapaz de disputar poder material.
La trampa se cierra así: lo woke abandona la economía por la moral; la derecha anti-woke finge recuperar "lo social" pero solo ofrece otra moral, esta vez reaccionaria. Ambas evasiones se alimentan mutuamente. Mientras tanto, el capital sigue mandando, indiferente al color de la bandera que cada bando agita.
10. El camino de regreso: del yo al nosotros
Si se acepta el diagnóstico, el reto no es "cancelar lo woke" ni ridiculizarlo, sino superar el exilio interior para reconstruir un proyecto universal de emancipación que no niegue el daño ni la diferencia, pero que vuelva a disputar poder material. Es la única forma de que la izquierda recupere su vocación de fuerza mayoritaria.
Aquí conviene evitar una falsa dicotomía. La política de identidad, en su origen —por ejemplo, tal como fue concebida por el Colectivo Combahee River— no era un sustituto moralista de la política material: era una herramienta materialista para corregir un universalismo abstracto que ignoraba cómo raza y género organizan la explotación. El problema no es la atención a la diferencia, sino la sustitución del conflicto estructural por un régimen de corrección simbólica.
Una integración transformadora exige, al menos, cuatro movimientos concretos:
Recentrar la disputa por la estructura: fiscalidad, propiedad, sindicatos, salario, vivienda, servicios públicos, regulación y captura corporativa del Estado.
Reordenar prioridades: reconocimiento sin redistribución produce resentimiento y fractura; redistribución sin reconocimiento reproduce jerarquías. Se necesitan ambos, pero con el eje puesto en un horizonte material común.
Salir del tribunal moral: menos liturgia de pureza y más política de organización. Menos sanción simbólica y más construcción institucional.
Reconstruir mayoría: una izquierda que solo habla en el idioma de minorías educadas pierde a la mayoría trabajadora precarizada. No por ignorancia, sino porque no se le ofrece poder real.
El cierre es simple: lo woke es el exilio interior de la izquierda. Un refugio legítimo ante la derrota, que se vuelve trampa cuando se convierte en sustituto de la política material. No destruyó la izquierda. Solo ocupó el vacío que dejó cuando dejó de creer —y de actuar— como fuerza capaz de cambiar el mundo. Mientras la izquierda administre el lenguaje, otros administrarán la propiedad, el trabajo y la vida.


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