Serie Krátos (XII): El Cierre por Capas: La Arquitectura que Neutraliza al Dêmos

El Cierre por Capas: La Arquitectura que Neutraliza al Dêmos

Cómo los mecanismos oligárquicos de control, antes latentes, se han convertido en la arquitectura cotidiana del régimen

El precariado no emerge en un vacío democrático. Aparece dentro de un régimen que ya había diseñado defensas contra el poder del número. Lo que ha cambiado en las últimas décadas no es la existencia de esos cerrojos, sino su papel: cuando se agota el ciclo de concesiones, el control deja de ser un ajuste ocasional y se convierte en arquitectura estable.

En un vistazo: Este artículo analiza cómo los mecanismos oligárquicos de control democrático —gerrymandering, Ley de Hierro organizativa, veto judicial, tecnocracia y gobernanza algorítmica— han pasado de ser válvulas de seguridad ocasionales a convertirse en la arquitectura cotidiana del régimen. Durante el ciclo de concesiones (1945-1980), estos cerrojos permanecían latentes porque las élites cedían renta para comprar estabilidad. Pero desde los años 80, conforme el capital recupera posiciones mediante desregulación, austeridad y precarización, el sistema ya no puede permitirse conceder sin perder el control. El resultado es el "cierre por capas": una democracia que conserva el ritual del voto pero neutraliza sistemáticamente la capacidad de la mayoría para convertir su número (dêmos) en poder efectivo (krátos). El precariado aparece precisamente en ese giro: como consecuencia de la recuperación de renta y como justificación del cierre.


El giro histórico: de la latencia a la centralidad

Estos mecanismos no son nuevos. El gerrymandering tiene dos siglos, la Ley de Hierro fue formulada en 1911, el veto judicial es tan viejo como el constitucionalismo liberal. Pero durante el ciclo de concesiones —cuando el capital cedía renta para comprar estabilidad— estos cerrojos operaban como válvulas de seguridad: se activaban puntualmente, no determinaban el régimen.

Durante las décadas de posguerra (1945-1980), existían frenos institucionales: la Ley Taft-Hartley limitaba la acción sindical, los vetos judiciales operaban ocasionalmente, el gerrymandering era localizado y estaba sometido a escrutinio (especialmente tras los casos de derechos civiles). Pero estos mecanismos permanecían en segundo plano porque no era necesario activarlos a fondo. El pacto social funcionaba: las élites cedían renta, el conflicto se canalizaba institucionalmente, la mayoría obtenía concesiones materiales suficientes para no forzar una ruptura.

Lo que cambia con la recuperación de renta desde los años 80 es su normalización: el cierre deja de ser excepción y se vuelve arquitectura cotidiana. No porque las élites inventen nuevas herramientas, sino porque ya no pueden permitirse no usarlas.

Conforme el capital recupera posiciones (desregulación financiera, austeridad, precarización), el sistema ya no puede conceder sin perder el control, y por tanto debe neutralizar estructuralmente la capacidad del número para convertirse en poder.

El precariado aparece precisamente en ese giro: como consecuencia de la recuperación de renta, pero también como justificación del cierre. Sin tiempo, sin estabilidad, sin capacidad de organización sostenida, el precariado hace innecesario el antiguo pacto social. Las élites ya no necesitan comprar paz: basta con gestionar el malestar. Y para gestionarlo, activan sistemáticamente los cerrojos que antes permanecían latentes.

El cierre por capas es tanto causa de la desmovilización como respuesta a la amenaza latente del número.


1. La Gestión del Número: Sistemas Electorales como Arquitectura de Contención

El primer obstáculo es aritmético. Para las élites, el problema de la democracia es que la mayoría existe. La solución no es suprimir el voto, sino diseñar su traducción institucional. Y esa traducción nunca es neutral: todo sistema electoral gestiona el número de forma asimétrica, convirtiendo votos en escaños mediante reglas que favorecen sistemáticamente ciertas opciones sobre otras.

No se trata de "trampas" puntuales o anomalías nacionales. Se trata de arquitectura: las leyes electorales son mecanismos de filtrado que convierten pluralidades en mayorías, fragmentan minorías y blindan estabilidad. Durante el ciclo de concesiones, estos mecanismos operaban con cierta flexibilidad porque el sistema podía permitirse representar el conflicto. Cuando el ciclo se invierte, la ingeniería electoral se endurece para garantizar que el número no se traduzca en poder efectivo.

Sistemas mayoritarios: la sobrerrepresentación estructural

Los sistemas mayoritarios puros —como el first-past-the-post británico o estadounidense— son el filtro más brutal. Un partido puede obtener mayoría absoluta de escaños con una minoría de votos, mientras opciones con apoyo significativo quedan reducidas a irrelevancia parlamentaria.

En el Reino Unido, el caso de 2024 es ilustrativo: Reform UK obtuvo aproximadamente el 14,3% del voto nacional y apenas 5 escaños, mientras los Liberal Democrats con el 12,2% lograron 72 escaños. La diferencia no es marginal: es estructural. La distribución territorial del voto determina quién cuenta y quién desaparece. En 2015, UKIP obtuvo 3,8 millones de votos (12,6%) y un solo escaño; el SNP, con 1,4 millones de votos (4,7%), obtuvo 56 escaños. No es anomalía: es la geometría del sistema convirtiendo dispersión en irrelevancia y concentración en sobrerrepresentación.

El sistema mayoritario no necesita "hacer trampa": convierte automáticamente el apoyo disperso en desperdicio electoral y premia la concentración territorial, favoreciendo partidos establecidos con bases geográficas consolidadas frente a opciones emergentes o transversales.

Umbrales electorales: el cerrojo contra la fragmentación

Los umbrales mínimos de representación son otra herramienta de contención. Alemania exige el 5% del voto nacional o tres escaños directos para entrar al Bundestag; Polonia aplica el 5% para partidos y el 8% para coaliciones; Turquía mantuvo durante décadas un umbral del 10%, el más alto de Europa, que excluía sistemáticamente a minorías kurdas y otras opciones.

Estos umbrales no son "filtros técnicos" neutrales: son decisiones políticas sobre quién merece representación. Y cuando se combinan con coyunturas críticas, producen efectos masivos: en las elecciones alemanas de 2013, FDP (liberales) y AfD (derecha) quedaron fuera del Bundestag con el 4,8% y 4,7% respectivamente. Más del 15% del voto alemán se desperdició ese año, dejando una gran coalición sin oposición parlamentaria significativa.

El umbral funciona como válvula de seguridad: en tiempos de estabilidad, parece razonable; en tiempos de crisis y fragmentación, expulsa opciones emergentes que canalizan el descontento, consolidando el espacio para los partidos tradicionales.

Fórmulas de reparto y circunscripciones: la geometría del desperdicio

Incluso los sistemas proporcionales gestionan el número asimétricamente. La fórmula D'Hondt —usada en España, Bélgica, Portugal— favorece a las listas más votadas mediante redondeos que acumulan escaños "sobrantes" en las opciones mayoritarias. Sainte-Laguë, por contraste, es más proporcional, pero casi ningún sistema la adopta en versión pura.

Y luego está el tamaño de las circunscripciones. España es el caso paradigmático: con D'Hondt y circunscripciones provinciales pequeñas (Soria tiene 2 escaños, Teruel 3), el sistema genera desproporcionalidad masiva. En 2011, el PP obtuvo mayoría absoluta (186 escaños) con el 44,6% de los votos; en 2008, el PSOE logró lo mismo (169 escaños) con el 43,9%. No es casualidad: es diseño. Las circunscripciones pequeñas convierten D'Hondt en un sistema casi mayoritario, premiando al primero y expulsando a terceras y cuartas opciones.

La lección es clara: no hace falta "manipular" distritos. Basta con combinar fórmula de reparto, tamaño de circunscripción y umbral para convertir el 33-44% del voto en control absoluto del poder. Es geometría legal: el número existe, pero su traducción institucional lo neutraliza.

Cláusulas de gobernabilidad: el premio al primero

Algunos sistemas van más allá y blindan mayorías mediante "bonificaciones" explícitas. Grecia, hasta 2016, otorgaba 50 escaños adicionales al partido más votado, garantizando que quien ganara por poco tuviera margen de gobierno. México usa una cláusula de gobernabilidad que asigna escaños extra al primer partido si no alcanza mayoría. Italia experimentó con primas de mayoría en distintos periodos.

Estas cláusulas no disimulan: declaran abiertamente que la "gobernabilidad" (estabilidad del sistema) vale más que la proporcionalidad (representación del conflicto). Y esa prioridad se vuelve crítica cuando el ciclo de concesiones se agota: el sistema ya no puede permitirse parlamentos fragmentados que negocien redistribución. Necesita mayorías claras que ejecuten la agenda, aunque esas mayorías representen minorías sociales.

La normalización del filtro

Durante el ciclo de concesiones, estos mecanismos operaban con relativa laxitud. Los sistemas proporcionales permitían representación amplia; los mayoritarios, aunque asimétricos, alternaban el poder entre opciones que compartían consenso distributivo. Pero cuando las élites recuperan renta y el precariado amenaza con convertir su número en demanda, el sistema endurece los filtros:

  • Se suben umbrales o se aplican con más rigidez
  • Se reducen circunscripciones o se blindan las existentes
  • Se resisten reformas hacia proporcionalidad (referéndums rechazados en UK, Canadá)
  • Se introducen cláusulas de gobernabilidad o se mantienen las existentes

No se trata de que los sistemas electorales "se vuelvan" antidemocráticos. Se trata de que su función latente —gestionar el número, filtrar el conflicto, garantizar gobernabilidad— se vuelve manifiesta y se endurece. Lo que antes era "ingeniería razonable" se convierte en cerrojo estructural. Y ese cerrojo no necesita "fraude": basta con que las reglas sigan siendo las mismas mientras el contexto cambia.


2. La Ley de Hierro: La Oligarquía y la Captura del Tiempo

Incluso cuando la mayoría rompe el cerrojo electoral y se organiza, se topa con la Ley de Hierro: la organización tiende a producir élites internas de cuadros, expertos y gestores. Pero la deriva no es solo burocrática. Es material.

Aquí entra el precariado como sujeto políticamente desarmado: no solo sufre inseguridad laboral, sino pobreza de tiempo. La política profesionalizada exige disponibilidad constante; el precariado, devorado por la supervivencia diaria, no tiene el recurso básico de la acción colectiva sostenida. Y a esa pobreza de tiempo se suma una carga psicosocial que erosiona la estabilidad organizativa: ira, anomia, ansiedad, alienación.

El resultado es una ciudadanía degradada (una especie de "denizenship"): habitantes con derechos formales, pero con condiciones reales que impiden convertir esos derechos en poder organizado.

La Ley de Hierro como barrera estructural

Durante el ciclo de concesiones, esta tendencia oligárquica existía, pero quedaba contrarrestada por dos factores: estabilidad laboral (que permitía tiempo para la militancia) y conquistas materiales suficientes (que legitimaban a las organizaciones ante sus bases). Cuando el empleo se precariza y las concesiones se agotan, la Ley de Hierro ya no opera solo como burocracia interna: se convierte en barrera estructural.

La organización que nació para emancipar termina, con demasiada frecuencia, gestionando la "paz social": traduce el malestar a un lenguaje que el sistema pueda digerir. La política exige tiempo; el precariado no lo tiene.


3. La Muralla Judicial y el Veto de los "Mejores"

Si la representación popular logra esquivar las trampas anteriores, aparece la tercera capa: el veto judicial. Aquí el sistema ya no necesita persuadir; puede anular. El conflicto social se traslada de la plaza al tribunal, donde la disputa deja de ser sobre qué es justo y pasa a ser sobre qué es "legal" bajo una interpretación cerrada de la norma.

Es el ideal aristocrático con traje moderno: una judicatura que se presenta como neutral y técnica, pero que opera como élite autorreproducida. El lawfare es su modalidad contemporánea: no necesitas derrotar políticamente; basta con judicializar, desgastar, bloquear, inhabilitar.

Del veto ocasional al lawfare sistemático

La judicialización del conflicto político no es nueva: siempre ha habido vetos judiciales. Pero su uso sistemático como arma de reconfiguración del campo político coincide con el agotamiento del ciclo distributivo.

El caso de Lula da Silva en Brasil es el ejemplo más limpio: la judicialización no solo castigó; reconfiguró el campo político hasta impedir una candidatura en el momento decisivo, y después se documentó la parcialidad/irregularidad de ese proceso.

En Europa, el fenómeno adopta otra forma complementaria: no siempre es lawfare contra un líder concreto, sino captura institucional (tribunales constitucionales y órganos de control) para convertir el judicial en un seguro de régimen, especialmente visible en experiencias recientes del Este europeo y en la judicialización de la política catalana en España.

Lo distintivo de esta fase no es que exista el veto judicial, sino que se haya convertido en herramienta rutinaria de contención. Cuando las élites ya no pueden permitirse que el precariado alcance el gobierno y exija redistribución, el lawfare deja de ser excepción y se normaliza.


4. La Evacuación Tecnocrática y la Infraestructura Algorítmica

Cuando el veto ya no basta, se recurre a la evacuación: sacar lo decisivo del alcance del dêmos y convertirlo en gestión técnica. Y cuando la evacuación ya no basta, se gobierna por infraestructura: modular el espacio público y el comportamiento.

La tecnocracia: de la autonomía relativa a la subordinación total

La tecnocracia vacía la política desplazando decisiones soberanas a bancos centrales, organismos internacionales y reglas blindadas. Los bancos centrales siempre tuvieron autonomía relativa, pero la subordinación total de la política fiscal a reglas supranacionales blindadas es posterior a Maastricht. La Troika no tiene precedente en el ciclo keynesiano: es una innovación del régimen post-concesiones.

Las crisis de deuda son el laboratorio: gobiernos "con manos atadas", soberanía subordinada a "reglas" y "números", decisiones materiales (salarios, pensiones, deuda) fuera del debate parlamentario efectivo. La Troika en la eurozona, Grecia en 2015, el gobierno tecnocrático de Italia en 2011 o la constitucionalización de la disciplina fiscal (como la reforma del artículo 135 en España) son ejemplos del mismo patrón: el poder se desplaza del mandato político a la arquitectura de gestión.

No es que las élites descubran la tecnocracia; es que la activan sistemáticamente porque ya no pueden permitirse que la soberanía popular decida sobre lo decisivo.

La capa digital: fragmentación y privatización del malestar

Luego viene la capa digital. El espacio público migra a plataformas privadas y el malestar se privatiza: el algoritmo lo segmenta, lo personaliza, lo convierte en estímulos individuales. La vigilancia masiva (Snowden) y el microtargeting (Cambridge Analytica) mostraron el alcance de esta infraestructura.

Y la era regulatoria reciente confirma el choque: incluso con marcos como la DSA europea —que apunta a opacidad, patrones oscuros y falta de acceso a datos— las plataformas resisten por diseño, porque su poder consiste precisamente en controlar visibilidad, atención y comportamiento sin rendición de cuentas completa.

El sistema ya no necesita censurar el descontento: le basta con fragmentarlo, reconducirlo y ofrecer salidas individuales (coaching, consumo, terapia) a problemas estrictamente políticos. La infraestructura digital no solo gestiona el malestar: impide que cristalice en organización colectiva.


5. El Horizonte del Desastre: Clima y Estado de Excepción

Como capa de fondo, el colapso climático actúa como contención material y justificación permanente del estado de excepción. La emergencia climática no solo reduce la vida a la mera resiliencia: normaliza la gestión autoritaria del conflicto y convierte la protesta en amenaza a la seguridad.

El caso de la COP21 en París (2015) ilustra esa lógica: bajo leyes de emergencia (formalmente antiterroristas, aplicadas tras los atentados de noviembre) se restringieron protestas, se realizaron arrestos preventivos y se gestionó la movilización social como riesgo de seguridad, mientras el ciclo institucional y económico continuaba sin alteración.

El mensaje es transparente: la protesta es riesgo; la normalidad es obediencia. La emergencia climática —real, material, innegable— se convierte también en herramienta de legitimación para restringir el disenso justo cuando el modelo económico que produce el colapso exigiría cuestionamiento radical.

En un mundo de recursos decrecientes y catástrofes en cascada, la política de la mayoría se convierte en lucha por supervivencia inmediata, dejando sin energía ni tiempo la posibilidad de un krátos real. El sistema ya no solo intercepta el poder; intercepta la posibilidad misma de imaginar una alternativa. La emergencia permanente disciplina: convierte la resistencia en irresponsabilidad y la gestión tecnocrática en única opción "realista".


Cierre

El resultado es un régimen donde el precariado no solo está debilitado: está desarmado. Si intenta convertir su número en poder, el sistema le devuelve geometría. Si intenta organizarse, le devuelve oligarquía interna y falta de tiempo. Si alcanza el gobierno, le devuelve veto judicial. Si quiere decidir lo decisivo, le devuelve tecnocracia. Y si quiere protestar en el nuevo espacio público, le devuelve infraestructura algorítmica. Con el clima como fondo disciplinador, el cierre se completa.

No es solo que la mayoría pierda renta; es que pierde palancas. Y no es que estos cerrojos sean nuevos: es que han dejado de ser válvulas de seguridad ocasionales para convertirse en la arquitectura cotidiana del régimen.

Durante el ciclo de concesiones, permanecían en segundo plano porque no era necesario activarlos a fondo. Ahora que las élites recuperan renta y el precariado amenaza con convertir su número en demanda, los cerrojos se normalizan.

Eso es el cierre por capas: una democracia que conserva el voto y neutraliza el krátos. Un régimen que ya no necesita suprimir formalmente la soberanía popular, porque ha construido una arquitectura que la hace materialmente imposible.



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