Por qué la derecha siempre espera más de lo que consigue: la trampa aritmética del voto útil


Las encuestas son el espejismo de un país que nunca vota igual dos veces.

Y el poder, en España, sigue siendo una cuestión de aritmética territorial más que de arrebato ideológico.

Las encuestas de El Mundo vuelven a dibujar una España azul.

Sigma Dos da al PP un 34,9 % de intención de voto frente al 26,7 % del PSOE, con Vox alrededor del 13 % y Sumar por debajo del 8 %.
A primera vista, parece una ventaja sólida: casi nueve puntos.
Los titulares acompañan —“el PP se dispara”, “el bloque de derechas rozaría la mayoría”— y en la derecha se reaviva la sensación de que la próxima vez sí.
Pero esa distancia, que entusiasma a los gráficos, no basta para gobernar.
Y lo sorprendente es que el motivo no es político, sino aritmético.

Cincuenta y dos elecciones, no una

España no elige un parlamento nacional como un país unificado, sino como un mosaico de 52 pequeñas elecciones provinciales.
Cada provincia reparte un número fijo de escaños y aplica la ley D’Hondt, un método de divisores que favorece a los partidos grandes dentro de cada circunscripción.
La sociología electoral del país ha cambiado. Cuando había dos grandes partidos —PP y PSOE— el sistema funcionaba con cierta neutralidad.
Pero en la actualidad, con bloques polarizados y fragmentados de manera desigual, la D’Hondt actúa como un multiplicador asimétrico: premia la concentración del voto y castiga la dispersión.

El resultado es que un mismo porcentaje nacional no vale lo mismo para todos.
El PSOE reparte su voto con una regularidad geográfica sorprendente: no arrasa en ningún sitio, pero entra en casi todas partes.
La derecha, en cambio, acumula porcentajes abrumadores en Madrid, Murcia o Castilla y León, mientras se desangra en restos inútiles en provincias pequeñas donde Vox no logra representación.
En ese mapa desigual, los votos no pesan lo mismo.

Fragmentación: el precio de la pureza

El bloque de derechas vive un dilema que la izquierda ya resolvió: su voto está dividido entre dos partidos nacionales.
En provincias que eligen tres o cuatro diputados —más de la mitad del país— solo los dos primeros partidos entran.
Cuando el PP y Vox compiten por el mismo espacio, el segundo suele quedarse fuera y el primero pierde el último escaño por escasos votos.

Ejemplo clásico:

  • PSOE 33 %, PP 31 %, Vox 14 %, Sumar 10 %.

  • Total: izquierda 43 %, derecha 45 %.
    Y sin embargo el reparto probable es 3 escaños a 2 a favor de la izquierda.
    La D’Hondt no entiende de bloques: solo de listas.
    Cada vez que Vox se queda en un 12 % en Cuenca o Lugo, el bloque conservador regala un escaño.

El PSOE, por el contrario, acude acompañado de una izquierda minoritaria que suele saber dónde no presentarse.
En la práctica, eso significa que el bloque progresista concurre más coordinado que su rival.

La encuesta que confunde votos con poder

Las encuestas de los grandes diarios —El Mundo, ABC, El País— miden intención de voto nacional, pero no traducen los porcentajes en escaños reales.
Tampoco incorporan la geografía del voto ni la movilización.
En otras palabras: no miden quién ganará el Congreso, sino quién ganaría un plebiscito abstracto.

Esa confusión crea un espejismo político recurrente:
la derecha aparece como mayoría social en los sondeos,
pero cuando se abren las urnas, el PSOE obtiene más diputados de los esperados.
Ocurrió en 2019, volvió a ocurrir en 2023 y, si el patrón se mantiene, volverá a ocurrir.

El problema no está en los encuestadores, sino en el marco mental del lector:
el porcentaje nacional no es el idioma de la política española.
Aquí el poder se escribe en clave provincial y se conjuga con D’Hondt.

La movilización: el voto que no se mide

A la aritmética se suma la sociología.
El votante socialista suele ser más disciplinado: vota incluso en escenarios adversos.
El votante de derechas, en cambio, se mueve al ritmo del clima mediático: cuando las encuestas le anuncian la victoria, una parte se desmoviliza; cuando la derrota parece segura, opta por el castigo silencioso de la abstención.

En la España polarizada de los últimos años, ese comportamiento tiene una consecuencia crucial:
ya casi nadie cambia de bloque, pero muchos van y vienen de la abstención.
Los estudios del CIS y de 40dB muestran que menos del 7 % del electorado atraviesa la frontera ideológica, mientras más del 20 % oscila entre votar y no votar.
La política se ha convertido en un péndulo de entusiasmo y desafección dentro de cada bloque.

Esa abstención “flotante” es hoy el verdadero campo de batalla.
En 2023, la desmovilización parcial del electorado conservador urbano impidió la mayoría absoluta de PP y Vox, pese a liderar en voto popular.
Y el fenómeno no es exclusivo de España: en Argentina, la victoria de Milei en 2023 fue posible porque una fracción del electorado peronista se quedó en casa, confiada en una victoria automática de Massa.
No hubo trasvase masivo hacia la derecha liberal, sino abstencionismo diferencial: el adversario no ganó más votos, simplemente el bloque dominante perdió los suyos por inercia.

Las encuestas, que miden intención de voto “declarada”, no capturan ese pulso real de la movilización.
Y por eso, una y otra vez, el PSOE rinde por encima de lo previsto mientras la derecha espera más de lo que consigue: porque en las urnas no se miden las opiniones, sino las decisiones de acudir.

La distancia que nunca alcanza

Con el sistema actual, los analistas coinciden en que la derecha necesitaría al menos siete u ocho puntos de ventaja nacional para alcanzar la mayoría en el Congreso.
Las encuestas de El Mundo le dan cuatro o cinco.
Demasiado para perder, pero demasiado poco para gobernar.
Por debajo de ese umbral, el resultado tiende a repetirse:
el PSOE queda segundo en votos, pero primero en diputados,
y conserva la iniciativa para formar gobierno con sus aliados naturales.

Esa repetición alimenta una frustración recurrente:
la derecha “gana” todas las encuestas, pero pierde todos los recuentos.

La ilusión estadística

El problema no es de cocina, sino de interpretación.
La derecha española vive atrapada en una ilusión estadística:
cree que la ventaja en votos equivale a poder político,
y que la fotografía de un sondeo es el mapa de una investidura.
No lo es.
El poder en España no se mide en porcentaje, sino en eficiencia:
cuántos escaños produce cada voto, dónde y con qué aliados.

La ley D’Hondt no es una conspiración socialista;
es simplemente un mecanismo que recompensa la coordinación y castiga la dispersión.
Mientras la derecha no entienda eso —mientras crea que sumar más votos nacionales basta— seguirá viviendo entre la euforia de las encuestas y la melancolía de las urnas.


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