La trampa neoliberal: cómo la inflación abrió la puerta y la deuda ató al Estado

La brecha neoliberal: cómo la inflación abrió la puerta y la deuda ató al Estado

No fue "economía pura". Fue un cambio de régimen: convertir la estabilidad de precios en dogma para separar el dinero de la política y obligar al Estado a financiarse bajo tutela del acreedor.

Durante los "treinta gloriosos", el Estado podía sostener un pacto social porque el sistema financiero estaba domesticado y el crecimiento hacía el resto. A partir de los 70, la inflación se convirtió en el pretexto perfecto para reescribir las reglas: el banco central se sacraliza, la política fiscal se criminaliza y la deuda pasa de ser un instrumento a ser una correa. El resultado es un Estado que actúa como si no emitiera su propia moneda —y, en Europa, directamente opera como usuario de una moneda que no controla.

En un vistazo: Este artículo analiza cómo el neoliberalismo utilizó la crisis inflacionaria de los años 70 como pretexto para una reingeniería fundamental del Estado. No se trató de "menos Estado", sino de un Estado reprogramado: desde el giro de Volcker en 1979 hasta la constitucionalización de la disciplina fiscal en Europa, el objetivo fue separar el dinero de la política democrática y subordinar el presupuesto público a la disciplina de los acreedores. Durante la posguerra (1945-1980), el Estado podía "liquidar" deuda mediante tipos reales negativos y control del sistema financiero, manteniendo al servicio de la deuda bajo control político. Pero la crisis de los 70 permitió invertir la causalidad: presentar la inflación como causa (cuando era síntoma) y construir una arquitectura donde el banco central se vuelve "independiente" y el Estado, obligado a financiarse en mercados privados, pasa a comportarse como un hogar. El resultado es un régimen donde el Estado sigue recaudando y garantizando orden, pero ha aceptado las cadenas de la deuda para asegurar que el capital financiero siempre cobre primero.


1. Antes del giro: cuando la deuda no era una palanca de mando

Para entender el "punto de ataque" hay que reconocer algo incómodo: en la posguerra la deuda existía, pero no tenía el mismo poder político. El Estado social funcionó con un marco financiero que hoy suena exótico: controles de capital, banca regulada y una relación directa entre política económica y arquitectura monetaria.

Eso tenía un efecto decisivo: el servicio de la deuda era gobernable. No es una impresión: es contabilidad histórica. En el periodo 1945–1980, en economías avanzadas, la incidencia de tipos reales negativos fue altísima; en el caso de los Treasury bills, la proporción de observaciones con tipo real ≤ 0 llega al 46,9%.

Y, más importante aún, ese control del dinero "liquidaba" deuda sin recortes: para EE. UU. y Reino Unido, las estimaciones clásicas sitúan la "liquidación" vía tipos reales negativos en torno al 3–4% del PIB anual (promedio), acumulando reducciones enormes en una década incluso sin "austeridad".

El Estado no vivía arrodillado ante un mercado global de bonos que le exigiera "credibilidad" cada lunes: el sistema financiero estaba enjaulado.

Aquí encaja una idea que ordena todo lo que viene después: la mutación del Estado. Wolfgang Streeck la resume como un desplazamiento histórico desde el Estado fiscal (financiado por impuestos y responsable ante ciudadanos) hacia el Estado de deuda (dependiente de acreedores) y, finalmente, el Estado de consolidación, donde la prioridad permanente ya no es el pacto social, sino restaurar "confianza" mediante ajuste y disciplina.


2. El detonante: los 70 rompen el tablero

El cambio de época no empieza con un panfleto, sino con hechos que generaron el clima de miedo necesario:

1971: Nixon suspende la convertibilidad del dólar en oro, acelerando el final de Bretton Woods.

1973–74: el shock petrolero dispara precios y alimenta recesión.

En ese contexto, la inflación no era un fenómeno monocausal, sino un cóctel de energía cara y conflicto distributivo: quién pagaba la crisis, salarios o beneficios. Pero ahí apareció la oportunidad política. Una sociedad asustada por la inflación es una sociedad dispuesta a aceptar "cirugía mayor" en nombre de la estabilidad.


3. La trampa intelectual: tratar el síntoma como la enfermedad

Aquí reside la gran maestría táctica del neoliberalismo: la inversión causal. En el relato oficial, la inflación se presentó como la causa de la crisis, cuando en realidad era el efecto visible de conflictos previos.

Al definir la inflación como el problema supremo causado por el "exceso de Estado" (gasto, salarios, sindicatos), se logró despolitizar la economía. Ya no se discutía cómo repartir la riqueza frente a un shock externo, sino cómo "cumplir objetivos de precios". Esta operación psicológica permitió que la solución fuera siempre desarmar a la política democrática en favor de una autoridad técnica "independiente".

La coartada técnica: independencia contra "populismo"

Los defensores del modelo tienen su narrativa. Argumentan que los gobiernos democráticos, sometidos a ciclos electorales, son inherentemente tentados a inflar la economía para impulsar el empleo a corto plazo, aunque eso termine generando inflación sin beneficios duraderos. La solución, según esta lógica, es blindar la política monetaria en manos de tecnócratas independientes: una autoridad "neutral" que anteponga la estabilidad de precios al cálculo electoral.

El problema de la "inconsistencia temporal" —formalizado en el modelo Barro-Gordon— se convirtió en el argumento estrella: si los agentes económicos esperan que el gobierno ceda a la tentación inflacionaria, ajustarán sus expectativas y la inflación se materializa sin ganar empleo. Por tanto, delegar la política monetaria en un banco central independiente sería la forma racional de atarse las manos y ganar credibilidad.

Suena técnico. Suena sensato. Pero el resultado real fue otro: la despolitización del dinero, retirándolo del control soberano y entregándolo a una tecnocracia cuyo mandato práctico favorece el valor del capital por encima del pleno empleo. La independencia no era neutralidad; era cambio de lealtad.

Y aquí llega la bisagra histórica: octubre de 1979. Con Volcker, la Reserva Federal activa una guerra antiinflacionaria que llevaría a tipos de interés extraordinariamente altos (con picos cercanos al 20%), recesión y desempleo. El mensaje político queda fijado: cuando haya choque entre empleo y precios, manda el precio.


4. El mecanismo: cortar el cordón entre Tesoro y Banco Central

Para "combatir la inflación", se impuso una arquitectura donde el banco central se vuelve "independiente" —blindado frente a la presión ciudadana cotidiana— y la financiación pública directa se vuelve tabú.

En un Estado con soberanía monetaria, esto es una decisión política: el Estado, que podría apoyarse en su banco central, pasa a comportarse como si fuera un hogar. Es la gran mentira pedagógica: tratar al emisor de moneda como si fuera un simple usuario de la misma. "Necesito financiación", dice el Estado, y al decirlo acepta que el mercado de bonos sea su nuevo soberano.

Al prohibir que el Estado se financie "desde dentro", se le obliga a acudir al mercado privado. Y una vez aceptas esa dependencia, ya has aceptado el principio: el acreedor manda.


5. La deuda como dispositivo de disciplina

Una vez el Estado depende del mercado, la deuda se convierte en una palanca de disciplinamiento progresivo. Aquí el esquema de Streeck se vuelve visible: el Estado deja de responder prioritariamente a la ciudadanía y empieza a responder a sus acreedores, y esa dependencia se consolida en forma de "normalidad" institucional.

  • La "confianza" sustituye a la voluntad: la política económica se vuelve rehén de la prima de riesgo y los ratings.
  • El acreedor por encima del ciudadano: el pago del servicio de la deuda se blinda legalmente, convirtiendo el gasto social en una variable recortable.
  • Austeridad como "higiene": los recortes ya no se presentan como ideología, sino como "necesidad técnica".

El Estado no desaparece; se reprograma: de proveedor de servicios pasa a gestor que garantiza rentas al capital financiero.

Y aquí aparece la paradoja decisiva: el sistema financiero necesita deuda pública, pero la quiere segura. No quiere un Estado libre; quiere un Estado solvente en el sentido estrecho de "pagador fiable". La deuda pública funciona como colateral, como reserva y como base del "activo seguro". Y para que siga siéndolo, se exige disciplina que suele recaer —de nuevo— sobre el gasto social.


6. El clímax europeo: el Estado como "usuario de moneda"

En Europa, el mecanismo es estructural. El artículo 123 del Tratado de Funcionamiento de la UE prohíbe la financiación monetaria directa del sector público por el BCE y los bancos centrales nacionales, y prohíbe la adquisición directa de deuda pública en el mercado primario.

La clave política es esa: el Estado queda separado, por diseño, de la fuente monetaria.

El matiz técnico no debilita el argumento; lo refuerza: el diseño prohíbe el apoyo directo —el que haría del dinero un instrumento transparente de la política democrática— y deja espacio para intervenciones indirectas (mercado secundario, mecanismos de liquidez) que, en la práctica, pueden operar de forma condicionada. Es decir: se bloquea la soberanía como derecho y se tolera el rescate como excepción.

Grecia, 2015: la palanca en acción

El ejemplo histórico que lo ilustra con crueldad es Grecia. En junio/julio de 2015, el BCE mantuvo el techo de la ELA (Emergency Liquidity Assistance) para la banca griega en el nivel fijado el 26 de junio, en un contexto de fuga de depósitos y colapso de liquidez. El resultado práctico fue que los controles de capital se volvieron inevitables y el banco central dejó de operar como "prestamista de última instancia" neutral para convertirse en palanca de presión.

Esto convierte a los Estados de la eurozona en meros usuarios de una moneda que no controlan. Si un Estado intenta una política expansiva de bienestar, el mercado puede "castigarlo" elevando el coste de financiación. Es un sistema diseñado para que el Estado del bienestar viva bajo amenaza permanente de crisis de liquidez y disciplina.


7. La paradoja: el mercado depende del Estado

La ironía final es que el sector financiero privado no flota en el vacío. Necesita la unidad de cuenta estatal y, sobre todo, la deuda pública como "activo seguro" para que sus propios mercados no colapsen.

El Estado se presenta como dependiente del mercado, pero el mercado depende del Estado para su estabilidad. La diferencia es que, gracias al giro neoliberal, la dependencia se organizó de forma asimétrica: el sistema financiero obtiene el activo que necesita y, a cambio, impone condiciones sobre cómo debe gobernarse el presupuesto público.

Y aquí es donde el cierre se vuelve material, no metafórico. En España, por ejemplo, el coste de intereses en los Presupuestos de 2013 se sitúa alrededor de 38,6 mil millones de euros, del orden de un 11% del gasto total del presupuesto estatal.

En paralelo, la austeridad recortó músculo social: hay evidencia de que las medidas sobre sanidad redujeron su peso en el PIB en torno a 0,6 puntos en el periodo 2010–2013.

Esa es la fotografía real del "reprogramado": no se trata de que "no haya dinero", sino de prioridades institucionalizadas.


Cierre: el Estado reprogramado

El "momento seminal" no fue una fecha, fue un cambio de régimen. Del giro de Volcker en 1979 a la constitucionalización de la disciplina fiscal en Europa, el objetivo nunca fue "menos Estado". Fue un Estado reprogramado: un ente que sigue recaudando y garantizando orden, pero que ha aceptado las cadenas de la deuda para asegurar que el capital financiero siempre cobre primero.

En España, el artículo 135 es el ejemplo más claro de ese blindaje: convierte la prioridad del acreedor en principio superior y deja el resto como variable ajustable.

El efecto no es un Estado más pequeño, sino un Estado con otra lealtad estructural: menos orientado a sostener un pacto social y más orientado a preservar la "seguridad" del activo que mantiene en pie el sistema financiero.

La brecha neoliberal se abrió con la inflación, pero se selló con el disciplinamiento de un Estado que olvidó que el dinero, en última instancia, es una herramienta política. O mejor dicho: no lo olvidó. Simplemente decidió a quién sirve.



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