Los cadáveres sobre la mesa siempre son un argumento poderoso.
Toda la emoción que encierran la pérdida y la muerte se ponen al servicio de la política para, en bastantes casos, ganar las discusiones a la verdad.
Por que a quién no le duele un muerto.
Pero un muerto sólo, privado de su razón y de su por qué.
Un muerto abandonado a la arrolladora fisicidad de toda su carne y su sangre desordenadas por el suelo.
Un muerto atado a una historia que no es la verdadera historia de su muerte y que, por lo tanto, no será jamás el último de los muertos.
En esta sociedad mediática los muertos son por tanto bazas ganadoras, capaces de dar la vuelta a las cosas y generar procesos de catarsis colectivas que convierten a las victimas en mucho más victimas de lo que ya eran.
Por eso no sólo hay que dolerse del destino de los muertos, también tenemos que tener el coraje de pensarlos.
Ese afecto que les procesamos debería extenderse a entender las razones de su muerte, su por qué, aunque sólo sea para buscar la secreta causa que les ha matado, una causa que no siempre es la directa y eficiente, el bárbaro terrorista sanguinario.
Porque lo que mejor marida con nuestros pobres muertos es el conveniente relatos de buenos y malos que aún los hace más pobres de lo que ya son muriendo.
Un relato en el que el mal se explica siempre por sí mismo, sin atender a causas o azares externos, como si la gente un buen día se levantase dispuesta a matarnos como quien se levanta para trabajar cada día... y además matarnos a nosotros, a los buenos que nos preocupamos por todo, que hacemos lo que podemos.
Y deberíamos recordar que somos nosotros, los buenos, quienes hemos liberado a todos esos perros.
Deberíamos preguntarnos por que nos matan, por qué morimos.
Seguramente descubriríamos que quienes verdaderamente nos están matando están entre nosotros, comprando y vendiendo barriles de petróleo, poniendo y quitando gobiernos, desequilibrando estados, bombardeando países, criando generaciones en el odio y la frustración contra un imperio que sólo les mide por lo que valen.
El único problema de todo es que algunos simplemente no tienen la delicadeza de morirse en silencio, quieren hacernos pagar un precio.
No sólo los que aprietan el gatillo son los asesinos.
La violencia no tendrá fin sin el coraje moral de afrontarla no sólo desde la emoción sino también desde el pensamiento.
Y es una pena que los muertos no puedan hablar para decirnos qué prefieren: si que les lloremos indiscriminadamente o que busquemos con coraje moral las verdaderas causas de su silencio.
Yo ya os digo, por si alguna vez muero, que preferiría la segunda opción.
Y no por mi mismo sino pensando en lo que aún no han muerto.
No me lloréis ni colguéis fotos de lugares emblemáticos de la ciudad donde morí.
En cualquier caso, y si lo hacéis, os lo agradezco, pero preferiría que pensaseis en los que aún no han muerto y que sin duda lo harán porque nos dedicamos a llorar en lugar de investigar sobre la verdadera naturaleza de lo que mata que no solo es un señor de mirada vidriosa y armado hasta los dientes
Se que, como mis cenizas, todas esas lágrimas serán arrastradas por el viento.
Pensad en los vivos, en los que aún no les ha tocado desempeñar este conveniente papel de muerto.
Deseadles la vida y pensad.