El antiestatismo se ha convertido en una forma de rentismo político y económico. Su plan funciona.
Tras la retórica de la libertad, se esconde una estrategia: vivir del Estado negando su existencia.
Hay un tipo de discurso político que prospera en todas partes: el que denuncia al Estado mientras vive de él.
No hablo de anarquistas coherentes ni de liberales clásicos preocupados por los límites del poder. Hablo de una corriente que ha hecho del antiestatismo su identidad, pero cuyo modelo económico real consiste en privatizar beneficios y socializar costes.
Es la ideología del empresario que cobra subvenciones mientras denuncia “la cultura de la paguita”.
Del político que promete “adelgazar el Estado” desde un escaño pagado con impuestos.
Del lobby energético que exige “libre competencia” después de décadas de tarifas reguladas y rescates públicos.
Y del académico que predica el fin de lo público desde una cátedra pública.
El Estado como botín, no como enemigo
Este antiestatismo contemporáneo —llámalo austroliberal, monetarista o neoliberal— no quiere menos Estado. Quiere su Estado.
Uno que no redistribuya, pero sí garantice contratos.
Que no regule precios, pero sí reprima protestas.
Que no financie universidades públicas, pero sí rescate bancos o empresas estratégicas.
Que predique austeridad para los servicios sociales mientras mantiene blindajes fiscales para grandes patrimonios.
Un ejemplo revelador es el del profesor gallego Anxo Bastos, feroz crítico del Estado y, sin embargo, docente en una universidad pública.
No es una contradicción personal, sino una ilustración estructural: el antiestatismo solo puede existir dentro del Estado, alimentándose de él.
El sistema que critica es también el que le da voz, recursos e infraestructura para hacerlo.
Esa dependencia negada es, precisamente, su condición de posibilidad.
Cuando el mercado vive del Estado
Como explicó Karl Polanyi, el capitalismo nunca ha funcionado sin un poder público que construya sus infraestructuras, forme su mano de obra, garantice contratos y absorba sus crisis.
El mercado necesita al Estado como entorno de estabilidad: sin carreteras, tribunales ni moneda, no hay libertad económica posible.
Lo que el neoliberalismo ha perfeccionado no es la eliminación del Estado, sino su domesticación: convertirlo en instrumento de rentismo privado.
Un ejemplo claro es el de la sanidad pública española, convertida en laboratorio de esta lógica.
El discurso celebra la “eficiencia privada”, pero el modelo real son empresas que operan sin riesgo, con demanda garantizada por lo público, infraestructura cedida y contratos blindados.
Según los propios datos del sector, la mitad de la facturación de la sanidad privada —en torno al 50 %— procede directamente de fondos públicos: conciertos, concesiones, derivaciones o seguros de mutualidades estatales.
Es decir, el negocio privado se sostiene sobre el gasto público.
No es competencia ni innovación: es extracción de renta asegurada por el Estado.
Las concesionarias sanitarias no viven del mercado, sino del presupuesto público; y cuanto más se recorta lo público, más se justifica su presencia.
El mismo patrón se repite en las autopistas rescatadas, las externalizaciones municipales o las empresas energéticas que privatizan beneficios y nacionalizan pérdidas.
En todos los casos, el lema es el mismo: menos Estado para los pobres, más Estado para los negocios.
La retórica y la realidad
Por eso el discurso antiestatal no ataca al Estado en su conjunto: solo cuestiona la parte que protege a los débiles.
Nunca denuncia los subsidios empresariales, los privilegios fiscales ni las puertas giratorias entre reguladores y regulados.
Critica “el gasto público”, pero calla cuando se trata de rescates bancarios o ayudas a grandes corporaciones.
Denuncia “la burocracia”, pero exige más policía, más jueces y más cárceles.
Proclama que “el Estado no crea riqueza” desde empresas consultoras que viven de contratos públicos.
El adolescente del wifi
En realidad, este antiestatismo se comporta como un adolescente que critica a sus padres desde su habitación con wifi.
Proclama independencia, pero cena cada noche gracias a la nevera que desprecia.
Son pocos los que realmente se marchan de casa: la mayoría se limita a gritar desde el sofá.
El capitalismo contemporáneo ha aprendido a hacer exactamente eso: negar al Estado mientras lo explota.
Y a diferencia del adolescente, no se conforma con la manutención:
quiere quedarse con la herencia, privatizarla y luego alquilárnosla.
El antiestatismo moderno no quiere abolir al Estado.
Quiere quedarse con su caja fuerte.
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