La máquina de fabricar culpables: el ejemplo de Jeffrey Sachs
Una frase ambigua bastó para desatar la maquinaria del descrédito.
Jeffrey Sachs dijo “cuando Macron me dio la Legión de Honor”, y en menos de un día la red lo convirtió en mentiroso. Nadie discutió sus ideas ni su trayectoria: solo la literalidad de una expresión convertida en prueba moral.
El episodio no revela tanto sobre Sachs como sobre nosotros: sobre cómo se fabrica hoy la mentira, no a partir de falsedades, sino de matices retorcidos hasta romperse.
Jeffrey Sachs dijo: “cuando Macron me dio la Legión de Honor”.
Bastó esa frase —una de esas frases lanzadas sin cuidado en medio de una entrevista— para que se desatara un pequeño escándalo en redes.
De inmediato, columnistas y tuiteros comenzaron a repetir el mantra:
“Sachs miente. Macron nunca se la entregó. Nunca se conocieron.”
Y así, un asunto de protocolo se convirtió en una acusación moral.
Lo curioso no es la polémica, sino su mecánica.
En menos de veinticuatro horas, una frase ambigua y descuidada se había transformado en prueba de deshonestidad.
Nadie discutió las ideas de Sachs —sus críticas a la OTAN, al papel de Estados Unidos o al doble rasero occidental—.
Lo que importó fue un detalle inverificable, convertido en veredicto.
Lo que siguió fue un ejemplo de manual de cómo se fabrican las mentiras en la era de la literalidad.
El hecho y la gramática
Empecemos por el dato: Jeffrey Sachs fue condecorado con la Légion d'honneur francesa en 2022.
El procedimiento es simple: el presidente firma el decreto, y la entrega suele hacerse por parte del embajador o de una autoridad designada.
Macron no tiene que “darla” en persona. Lo sabe cualquiera que conozca el protocolo francés.
Sachs, en conversación, mencionó que “cuando Macron me dio la Legión de Honor” hablaron de temas internacionales.
No afirmó que se la entregara con sus manos; simplemente usó una expresión temporal, equivalente a “en la época en que me fue concedida” o “cuando fui condecorado por Macron”.
Pero esa sutileza desapareció en la traducción y en la interpretación interesada de quienes buscaban un resquicio para desacreditarlo.
El resto es conocido: una descuidada ambigüedad gramatical convertida en mentira.
No importa el contexto, ni la intención del hablante, ni la verosimilitud de la escena.
Lo único que importa es la posibilidad de acusar.
La trampa perfecta
Aquí es donde el caso se vuelve revelador.
Sachs no solo mencionó la condecoración; añadió que, en ese contexto, tuvo una conversación con Macron sobre política internacional.
Una conversación que, si ocurrió, tuvo lugar en el ámbito de lo informal, lo diplomático, lo extraoficial.
Quizás un comentario en el margen de la COP26, una llamada telefónica, un encuentro en el Paris Peace Forum, una observación de pasillo en la Asamblea General de la ONU, donde ambos coincidieron en tiempo y espacio haciendo plausible esa conversación
Ese tipo de intercambios —entre un economista de la ONU con décadas de interlocución con jefes de Estado y un presidente francés activo en foros multilaterales— no solo es plausible: es previsible.
Pero tiene una característica definitoria: no deja registro.
Y ahí está la trampa.
Sachs relata algo que, por su propia naturaleza, no puede documentarse. Quizá se equivoca por falta de precaución.
Las conversaciones sustantivas entre figuras de ese nivel no ocurren en ruedas de prensa: ocurren en márgenes, en pasillos, en llamadas privadas.
Precisamente por eso carecen de testigos, de actas, de fotografías. Son off the record por definición.
Y esa ausencia estructural de pruebas es convertida en prueba de mentira.
La operación es impecable: exigir evidencia de lo que estructuralmente no puede tener evidencia, y proclamar que su ausencia demuestra falsedad.
Es como acusar a alguien de inventar una conversación telefónica privada porque no hay grabación.
La falta de grabación no prueba nada; es lo esperable.
Pero en el debate público se invierte la lógica: si no hay prueba, hay culpa.
La literalidad como arma
El caso revela una tendencia cada vez más común: el uso político de la literalidad.
En tiempos de redes, la frase reemplaza al argumento, y la gramática se convierte en campo de batalla.
Ya no se debate lo dicho, sino cómo se dijo; no se contrasta el contenido, sino la forma.
Quien domina el titular, domina la percepción.
Y así, basta un “nunca se conocieron” para cerrar el caso.
Poco importa que Sachs haya coincidido con Macron en múltiples foros internacionales.
Poco importa que figuras del mundo académico y diplomático mantengan ese tipo de contactos sin que quede constancia pública.
Poco importa, sobre todo, que aplicar estándares de verificación forense a conversaciones informales sea un absurdo metodológico.
Pero ese tipo de razonamiento exige matices, y los matices son el enemigo natural de la viralidad.
En el ecosistema digital, la complejidad equivale a sospecha, y la ausencia de prueba a culpabilidad.
La lección política
Lo grave es que este tipo de maniobras no son inocentes.
Al concentrar la atención en un detalle inverificable —una conversación que puede o no haber ocurrido—, se evita discutir lo esencial: las denuncias de Sachs sobre la responsabilidad de Occidente en la prolongación de la guerra en Ucrania.
No se refuta su análisis, se le caricaturiza.
Y con ello, se mantiene intacto el relato oficial, ese que necesita villanos y mártires para sostenerse.
Sachs, con sus luces y sombras, representa algo incómodo: un intelectual occidental que ya no repite el guion de su propio bloque.
No critica desde la ortodoxia académica aceptable, sino desde una posición que cuestiona las premisas mismas del consenso atlántico.
Por eso se le ataca.
No por lo que dijo de Macron, sino por lo que dice de nosotros.
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