Ucrania y la economía de la atención: librando la guerra para los inversores
Cada ofensiva que Ucrania lanza tiene dos frentes: uno militar y otro simbólico.
El primero decide poco; el segundo decide la financiación.
En una guerra que ya se libra para los inversores, la victoria se mide en titulares, no en kilómetros.
La economía de la atención ha reemplazado la estrategia.
Hace unos días, dos helicópteros ucranianos y una veintena de fuerzas especiales fueron enviados a una misión absurda: retirar una bandera rusa del cartel de entrada a Pokrovsk.
No era una acción militar: era una escenificación.
Un gesto dirigido no al enemigo, sino a los aliados, para demostrar que Ucrania todavía conserva iniciativa, que aún golpea, que aún puede exhibir control.
Esa imagen —una bandera arrancada a costa de vidas expertas— resume una deriva más profunda: la de una guerra que ya no se libra hacia adentro, sino hacia fuera.
La lógica de las operaciones-mensaje
La anécdota de Pokrovsk no sería tan relevante si no formara parte de una tendencia más amplia: la sucesión de operaciones de alto riesgo con valor simbólico desproporcionado.
Las incursiones ucranianas en Kursk y Bélgorod, dentro del propio territorio ruso, son los ejemplos más notables.
Presentadas como golpes audaces y muestras de capacidad ofensiva, ofrecían a los aliados una narrativa de expansión justo en los momentos en que el frente real se estancaba.
Se argumentó que estas operaciones obligarían a Rusia a desviar tropas del Donbás, aliviando la presión sobre el frente principal.
La teoría era razonable: forzar al enemigo a dispersar fuerzas defendiendo su propio territorio.
Pero los hechos desmienten la narrativa.
El impulso ruso no se detuvo —de hecho, se aceleró en sectores clave como Avdiivka, Bajmut y el eje sur del Donbás—, mientras que las unidades ucranianas de élite quedaron atrapadas en salientes insostenibles, sangrando recursos que faltaban donde realmente importaba.
Las brigadas mecanizadas, los sistemas antiaéreos occidentales y el personal más capacitado se consumieron defendiendo posiciones simbólicas sin valor estratégico duradero.
El supuesto beneficio táctico nunca se materializó; lo único tangible fue la imagen de audacia proyectada hacia Occidente.
El mensaje no era para Moscú: era para Washington, Bruselas y Londres.
Cada incursión funcionaba como un parte de resultados destinado a mantener abierta la financiación, a justificar nuevos paquetes de ayuda o a evitar la fatiga política de los socios.
Operaciones concebidas no para cambiar el curso de la guerra, sino para sostener el relato que la hace financiable.
El coste estratégico de la propaganda
Esa política de operaciones simbólicas ha tenido un precio devastador.
Las unidades de élite, los pilotos y el material occidental más avanzado —recursos escasos y difíciles de reemplazar— se han consumido en misiones diseñadas más para producir titulares que para alterar el equilibrio de fuerzas.
La interferencia aliada no se manifiesta tanto en órdenes directas como en expectativas implícitas: Kiev sabe lo que sus patrocinadores quieren ver y actúa en consecuencia.
La estrategia deja de responder al campo de batalla y empieza a obedecer al ciclo mediático.
La guerra se convierte entonces en una economía de la atención, donde el objetivo ya no es controlar territorio, sino mantener el flujo de interés y de apoyo.
Pero la atención se paga cara: con vidas, con desgaste, con una erosión silenciosa de las capacidades defensivas.
Cada operación “exitosa” a corto plazo agranda el abismo entre la imagen de fuerza y la realidad del agotamiento.
Las líneas defensivas preparadas durante meses se abandonan por falta de tropas; las reservas estratégicas se evaporan en ofensivas mediáticas; la profundidad táctica se sacrifica por la visibilidad inmediata.
Gobernar para los aliados
Ese desplazamiento de la acción hacia la apariencia tiene un paralelo claro en la política económica contemporánea.
Del mismo modo que un gobierno puede implementar una reforma laboral que empobrece a sus trabajadores pero tranquiliza a los mercados —recortando prestaciones sociales no porque sean insostenibles, sino porque los inversores lo exigen; cuidando la prima de riesgo más que el desempleo real; sacrificando bienestar tangible por solvencia percibida—, Ucrania lanza ofensivas que debilitan su defensa pero mantienen el flujo de armamento occidental.
En ambos casos, lo representado desplaza a lo real: el indicador importa más que aquello que supuestamente mide.
La mecánica es idéntica.
Un país endeudado no gobierna según sus necesidades, sino según lo que sus acreedores quieren ver: ajuste fiscal, reformas estructurales, señales de “responsabilidad”.
Ucrania, militarmente dependiente, no combate según su situación táctica, sino según lo que sus patrocinadores necesitan mostrar: iniciativa ofensiva, audacia, victorias fotogénicas.
Ambos quedan atrapados en la lógica del financiador externo, actuando para una audiencia que no padece las consecuencias.
El frente se convierte así en una especie de balance trimestral: cada éxito simbólico equivale a un buen dato de PIB, y cada pérdida de impulso, a una caída de la prima de confianza.
La guerra deja de ser un conflicto por la soberanía y se transforma en un sistema de comunicación de solvencia, donde lo decisivo no es ganar, sino parecer merecedor de inversión.
Las ciudades no se defienden por su valor estratégico, sino por su valor nominal en la atención occidental.
Las ofensivas no se lanzan cuando las condiciones son favorables, sino cuando el calendario político lo exige.
La trampa de la dependencia
En ese sentido, la tragedia ucraniana es doble.
Primero, por haber sido empujada a un enfrentamiento imposible con un vecino nuclear y potencia regional.
Y después, por haber sido atrapada en la lógica de quienes la financian, obligada a sostener un relato que la desgasta.
Cada operación espectacular es una victoria aparente que la acerca más a la ruina.
Cada éxito comunicativo es un fracaso estratégico diferido.
La dependencia financiera genera una dependencia narrativa, y esta última es quizá más letal.
Porque obliga a un país en guerra a comportarse como una startup que busca inversores: debe demostrar crecimiento constante, capacidad de expansión, retorno visible de la inversión.
Pero una guerra de desgaste no funciona así.
Exige paciencia, conservación de fuerzas, aceptación de retrocesos tácticos, renuncia a la espectacularidad.
Todo lo contrario de lo que los patrocinadores occidentales —atrapados en sus propios ciclos electorales y mediáticos— están dispuestos a financiar.
Al final, tanto en la guerra como en la economía, el problema es el mismo: la sustitución de la realidad por su representación.
Ucrania combate para seguir apareciendo fuerte; Europa gobierna para seguir pareciendo estable.
Y en ambos casos, lo que se pierde es lo que daba sentido al esfuerzo: la soberanía sobre el propio destino.
Lo que comenzó como una lucha por la autodeterminación se ha convertido en una performance de viabilidad.
El público importa más que el terreno.
La imagen, más que la supervivencia.


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