Inflar el vacío
La inflación ya no mide la vitalidad de las economías, sino su agotamiento. En China, los precios se mantienen estables porque el Estado sigue controlando la producción y el crédito; en Europa, suben porque el sistema financiero se ha emancipado de la realidad. La inflación moderna no nace del exceso de dinero, sino del vacío que deja una economía cuando deja de producir valor y empieza a vivir de inflar sus propias ficciones.
La inflación ya no mide la vitalidad de las economías, sino su agotamiento.
En las sociedades financiarizadas, los precios ya no son el termómetro del crecimiento, sino la huella del declive.
En China los precios se mantienen estables porque el Estado conserva el control del crédito y de la producción; en Europa suben porque el sistema financiero se ha emancipado de la realidad.
La inflación moderna no nace del exceso de dinero, sino de la escasez de valor productivo: del vacío que deja una economía cuando deja de crear riqueza y empieza a vivir de inflar sus propias ficciones.
Durante medio siglo nos repitieron que la inflación era un exceso de dinero, un desequilibrio pasajero que podía corregirse subiendo tipos o moderando el gasto público. Pero la inflación contemporánea no tiene nada que ver con eso.
Hoy los precios no suben porque la economía esté recalentada, sino porque el sistema financiero ha perdido todo anclaje en la economía real.
No estamos ante un signo de expansión, sino ante un síntoma de decadencia.
Cuando la inflación era vida
En los años cincuenta y sesenta, cierta inflación era casi una buena noticia.
Significaba que la economía crecía, que los salarios aumentaban, que el consumo empujaba la producción y que el Estado podía redistribuir parte de esa energía colectiva.
Era la inflación productiva de las economías industriales: el signo de que la máquina funcionaba, de que había más demanda que oferta, más trabajo que ocio.
El dinero servía todavía para financiar fábricas, infraestructuras, innovación.
Había un vínculo claro entre precio y valor, entre el dinero y la producción material.
Cuando subían los precios, era porque había más gente trabajando, más salarios en los bolsillos, más consumo real.
La inflación medía el calor de una economía viva.
Los años setenta: el primer desanclaje
Esa relación empezó a romperse en los años setenta.
El abandono del patrón oro por parte de Estados Unidos en 1971 y las crisis del petróleo disolvieron el viejo orden monetario.
Fue el comienzo del gran desacoplamiento: el momento en que el dinero se separó del valor productivo y pasó a flotar sobre expectativas.
Los Estados comenzaron a perder el control de la economía real, desplazados por un nuevo poder: el capital financiero.
Fue la inflación de transición: el precio del paso del capitalismo productivo al capitalismo especulativo.
Los precios subían no por escasez de bienes, sino por exceso de liquidez y desajuste del sistema monetario.
El mundo estaba aprendiendo a vivir con un dinero que ya no estaba atado a nada concreto.
Hoy: la inflación sin mundo
Cinco décadas después, el fenómeno ha mutado completamente.
Hoy la propia economía financiera ha perdido el control de sí misma.
Ya no se trata de bancos que prestan demasiado o gobiernos que gastan de más, sino de un sistema donde el valor se genera por pura valorización contable: capital que se multiplica sin tocar la producción.
Algoritmos que compran y venden en milisegundos, derivados que apuestan sobre apuestas, burbujas que inflan el precio de casas que nadie puede comprar, criptomonedas que valen millones sin producir nada.
Los precios ya no reflejan la realidad; la sustituyen.
Y ahí está el mecanismo clave.
El coste estructural de la decadencia se traduce en inflación
La financiarización impone un coste estructural que se manifiesta en la subida de precios a través de la monetización de la especulación —el mismo mecanismo que los modelos del BIS y del FMI describen como transmisión del ciclo financiero a la inflación—, desconectando la producción del coste final.
Desviación del capital y rigidez de la oferta.
El capital productivo se desvía hacia las altas rentabilidades financieras —recompra de acciones, trading de derivados—.
Esta huida de la economía real provoca una falta crónica de inversión en capacidad productiva e infraestructura.
La economía se vuelve rígida, incapaz de absorber cualquier aumento de la demanda sin que se disparen los precios.
Inflación de márgenes por poder de mercado.
La concentración de capital en sectores financieros y corporativos genera un enorme poder de fijación de precios.
Las grandes empresas utilizan la subida de costes —reales o inducidos por la especulación financiera— como excusa para incrementar sus márgenes de beneficio (mark-up), trasladando el coste inflado a los consumidores.
Los salarios quedan rezagados, pero los precios siguen subiendo.
Especulación en insumos clave.
La especulación en mercados de derivados —futuros de energía y materias primas— fuerza al alza los precios de los insumos esenciales.
Los fondos apuestan miles de millones por el precio del petróleo o el trigo, y ese precio financiero especulativo se convierte, instantáneamente, en el coste real que pagan las empresas (electricidad, transporte, pan).
Cuando un fondo compra futuros de trigo para especular, el precio del pan sube aunque haya trigo de sobra.
Cuando los mercados apuestan al alza del petróleo, la gasolina se encarece aunque los pozos sigan bombeando.
Cuando el precio de la vivienda se decide en operaciones de capital riesgo y no por familias que buscan un hogar, los alquileres se disparan aunque haya pisos vacíos.
La inflación actual no nace del exceso de demanda real, sino del exceso de ficción financiera que se cuela en los precios de las cosas cotidianas.
Los precios suben no porque falten bienes, sino porque el sistema necesita sostener la ilusión de rentabilidad en un casino que lleva décadas apostando con dinero inventado.
Por qué la financiarización genera inflación
Hasta aquí, el fenómeno parece técnico: capital que huye de la producción, especulación que encarece los insumos, concentración de poder corporativo.
Pero detrás de esos mecanismos hay algo más profundo: una mutación estructural en la naturaleza del dinero y del valor.
La financiarización no solo acompaña la inflación: la produce y la alimenta.
Cada fase del proceso contribuye a ello:
Desviación del capital.
El dinero deja de financiar producción y se concentra en activos financieros —acciones, deuda, derivados— cuya rentabilidad no depende del trabajo ni de la innovación, sino del propio precio del activo.
Resultado: menos inversión en capacidad productiva, más presión inflacionaria por escasez relativa.
Efecto riqueza.
Las burbujas financieras elevan artificialmente el patrimonio de los poseedores de activos, generando consumo especular: se gasta más porque el dinero “vale menos”, sin que haya aumento real de producción.
Monetización de expectativas.
Los precios financieros —del petróleo, el trigo o la vivienda— se trasladan a los precios reales.
La economía entera empieza a comportarse como un mercado de futuros, donde los precios incorporan hoy el miedo a mañana.
Política monetaria capturada.
Los bancos centrales ya no pueden enfriar la inflación sin provocar un colapso financiero: el sistema depende del crédito.
La inflación se vuelve endógena, autoalimentada por la necesidad de sostener la valoración de los activos.
Por eso, en la economía financiarizada, la inflación ya no es un accidente, sino una condición estructural: el precio que el sistema paga por sobrevivir sin crear valor.
Europa: inflación sin crecimiento
Europa es el ejemplo más visible de esa decadencia.
Tiene capacidad productiva, tecnología y capital humano, pero ya no controla el nivel financiero donde se deciden los precios, los tipos de interés y el valor del euro.
El Banco Central Europeo actúa como bombero de un fuego que no entiende: sube tipos para contener una inflación que no proviene del consumo, sino de los mercados energéticos y de deuda.
¿El resultado? Encarecer los créditos a familias y empresas para frenar una inflación que se genera en otro lugar:
en las salas de operaciones de fondos que apuestan al precio del gas, en los mercados de derivados que multiplican el coste de la energía, en los circuitos donde el dinero circula sin tocar nunca una fábrica o un trabajador.
En términos técnicos, Europa vive una inflación de márgenes y de costes financieros: los precios reflejan el coste de sostener un sistema que ya no produce, pero sigue apalancado.
La inflación europea es, literalmente, una inflación sin mundo.
No está impulsada por fábricas, ni por salarios, ni por inversión, sino por mecanismos financieros que se retroalimentan.
Es el síntoma visible de una economía que ya no gobierna sus propias variables.
Los precios suben, pero los salarios no.
La energía se encarece, pero no faltan recursos.
Todo cuesta más, pero nada crece.
Esa es la señal de una economía en fase decadente: inflación sin vitalidad.
China: el contraste del control
El contraste con China es brutal.
Allí la inflación es nula o incluso negativa, no porque falte dinamismo, sino porque el Estado mantiene el control sobre el crédito, el tipo de cambio y los precios estratégicos.
La moneda no flota libremente, los bancos no actúan con autonomía plena y la política monetaria sigue subordinada a la producción.
En términos clásicos: el dinero sigue siendo una herramienta política, no un poder autónomo.
Esto no significa que China no tenga problemas —los tiene: burbujas inmobiliarias, deuda local, mala asignación de capital—, pero hay una diferencia esencial:
el Estado puede intervenir porque todavía manda sobre el mercado financiero.
Puede ordenar que los bancos presten a la industria real y no a la especulación.
Puede fijar precios estratégicos.
Puede desinflar burbujas antes de que exploten.
En Occidente, la dirección de mando se ha invertido: es el mercado financiero el que ordena, y el Estado el que obedece.
China puede producir sin inflación porque su economía sigue anclada a lo real;
Occidente sufre inflación sin producir porque su economía flota en lo financiero.
La diferencia no es moral: es de jerarquía del poder.
El nuevo significado de la inflación
En este contexto, la inflación deja de ser un fenómeno monetario para convertirse en un indicador moral del sistema.
Ya no mide el calor del crecimiento, sino la fiebre de la especulación.
Es el reflejo de una economía que, habiendo perdido su base material, sólo puede sostenerse inflando el precio de su propia ficción.
En los setenta, el dinero se separó del oro.
Hoy, la ficción se ha separado del dinero.
Y esa distancia —la que hay entre el precio y el valor, entre la economía y la realidad— es lo que llamamos inflación.
Epílogo: la herejía del control
Las implicaciones son incómodas.
Significa que Europa no puede resolver su inflación subiendo tipos, porque el problema no está en el consumo ni en los salarios, sino en haber perdido el control político de su economía.
Mientras el poder financiero siga siendo autónomo, los precios seguirán subiendo sin que la economía crezca.
Recuperar el control exigiría lo impensable: que el Estado recupere soberanía sobre el crédito, los precios estratégicos y el tipo de cambio.
Que el dinero vuelva a ser una herramienta al servicio de la producción y no un casino en sí mismo.
Pero eso, en el marco actual, suena a herejía.
Y mientras tanto, cada subida de precios sin contrapartida real nos recuerda la misma verdad:
la inflación contemporánea no castiga el consumo: castiga la verdad del valor.
Revela la fragilidad de un sistema que ya no sabe producir riqueza, sólo multiplicar su sombra.
Por eso, cuando los precios suben sin que nada crezca, no asistimos a un signo de vitalidad, sino a la evidencia de que el capitalismo financiero ya sólo puede simular vida aumentando el precio de su propia decadencia.
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