Serie Krátos (IX): La Quiebra del Pacto: El Neoliberalismo como Contrarreforma Disciplinaria

La Quiebra del Pacto: El Neoliberalismo como Contrarreforma Disciplinaria

Cómo el capitalismo destruyó el equilibrio de posguerra y restauró el mando minoritario

En la entrega anterior vimos cómo el bienestar construyó un "suelo biográfico" que ancló a las mayorías al sistema. Pero ese equilibrio no era una constante histórica, sino un paréntesis. Y todo paréntesis necesita, para abrirse, una fuerza que lo fuerce. En este caso, esa fuerza tuvo un nombre: la Unión Soviética.

En un vistazo: El Estado social de posguerra no fue un acto de bondad, sino una inversión forzada por el miedo. Mientras existió un sistema alternativo creíble que prometía igualdad y pleno empleo, las élites occidentales prefirieron ceder rentas antes que arriesgar el sistema entero. Cuando el margen de rentabilidad se estrechó en los años 70 y el coste del pacto se volvió intolerable, las élites no renegociaron: ejecutaron una contrarreforma que desarticuló la fuerza del trabajo organizado, recompuso la acumulación y restauró el mando minoritario. Pero esta restauración tuvo un límite mientras la URSS siguiera en pie. El neoliberalismo construyó la maquinaria entre 1975 y 1991. La caída del muro solo quitó el freno de mano.


1) El pacto como póliza de seguro: el Krátos bajo vigilancia externa

El régimen de posguerra se sostenía en una ecuación que parecía eterna: productividad ascendente, pleno empleo y consumo de masas. Pero esa ecuación no era neutral. Era el resultado de una correlación de fuerzas inédita en la historia del capitalismo.

Por primera vez desde la Revolución Industrial, el Krátos mayoritario —el poder del número organizado— se había vuelto una amenaza real. No solo porque los sindicatos fueran fuertes o porque el sufragio universal estuviera consolidado, sino porque existía una alternativa sistémica creíble: la URSS. Un Estado que, con todos sus defectos y violencias, demostraba que era posible industrializarse sin capitalistas, garantizar empleo sin mercado laboral, y construir un sistema donde la ganancia privada no dictara el destino colectivo.

La existencia del bloque soviético no era solo un dato geopolítico. Era una alteración del cálculo político de las élites occidentales. Las mayorías podían amenazar —mediante voto, huelga o simple desafección— con "cambiar de bando". No necesariamente mediante revolución armada, sino mediante deslegitimación del sistema. El Estado social fue, en este sentido, una póliza de seguro contra el contagio soviético.

Las élites prefirieron financiar escuelas, hospitales y pensiones antes que enfrentar el riesgo de perder el monopolio del mando. Mientras la tarta crecía, el coste de esta póliza era asumible. El pleno empleo, la negociación colectiva y los servicios públicos desmercantilizados compraban legitimidad a un precio razonable.

Pero esta paz tenía una condición que las élites empezaron a encontrar insoportable: el Krátos mayoritario estaba operativo. El número se había traducido en fuerza organizada.

2) El fin del oasis: cuando la URSS deja de asustar y la crisis deja de esperar

Hacia finales de los años 60, dos procesos convergieron para quebrar el equilibrio.

Primero, la crisis de rentabilidad. La productividad se ralentizó en los sectores manufactureros del centro capitalista. La competencia internacional se endureció (Japón, Alemania reconstruida). Los salarios, protegidos por sindicatos con capacidad de bloqueo y marcos sólidos de negociación colectiva, mantuvieron su dinámica alcista. El resultado fue un estrechamiento del margen: el pacto social dejó de ser garante de estabilidad para convertirse en obstáculo a la recomposición de la ganancia. El conflicto distributivo ya no podía absorberse con crecimiento; se volvió un juego de suma cero.

Segundo, la percepción de que la URSS dejaba de ser una amenaza inmediata. Para mediados de los 70, la distensión (détente) había rebajado el pánico nuclear. La URSS mostraba signos de estancamiento (la "era Brezhnev" como sinónimo de inmovilismo burocrático). Aunque el bloque soviético seguía en pie, su capacidad de seducción ideológica entre las masas occidentales había menguado. El "socialismo real" ya no era el faro que había sido en los 40-50; era un sistema gris, autoritario, menos atractivo.

Esto no eliminó la presión geopolítica —la URSS seguía ahí, con misiles, con influencia en el Tercer Mundo—, pero sí alteró el cálculo de las élites: el riesgo de "perder Europa Occidental" por subversión interna disminuyó. Y con ello, disminuyó el incentivo para mantener el pacto social en sus términos de posguerra.

Aquí está el punto político: cuando el crecimiento deja de comprar paz y cuando el enemigo externo parece menos amenazante, el pacto deja de ser equilibrio y vuelve a ser concesión. Y una concesión, si ya no rinde ni protege, se revoca.

3) La crisis de los 70: la ventana de oportunidad

Los shocks del petróleo (1973 y 1979) fueron detonantes, no la causa profunda. Lo decisivo fue la aparición de la estanflación —estancamiento con inflación—, un fenómeno que el arsenal keynesiano de posguerra no sabía gestionar sin costes políticos mayores. Cuando el marco heredado se resquebraja y los shocks externos llegan, el conflicto distributivo se vuelve ingobernable con las reglas anteriores: ya no hay crecimiento suficiente para comprar paz, ya no hay inflación "tolerable" sin disputa abierta por el reparto.

En ese contexto, las élites ejecutaron una ofensiva narrativa que reencuadró el conflicto:

  • El problema ya no era la desigualdad, la captura del mando o la estructura de propiedad.
  • El problema era "la inflación".

Al convertir la inflación en enemigo público número uno, se desplazó la culpa hacia el trabajo organizado y el gasto público. Los salarios "rígidos" y el déficit estatal fueron señalados como culpables, ocultando que la crisis era, en el fondo, una crisis de rentabilidad del capital y de equilibrio de fuerzas.

La crisis actuó como ventana de oportunidad: no solo para cambiar políticas, sino para cambiar el marco moral del conflicto. Desde entonces, la pregunta deja de ser "quién se queda qué parte" y pasa a ser "quién garantiza credibilidad ante los mercados". El conflicto se recodifica: de distributivo a técnico, de político a gerencial.

4) Del pleno empleo al empleo disciplinado: el retorno del miedo

El pacto social tenía una condición que las élites consideraban intolerable: el pleno empleo otorgaba demasiado poder a los trabajadores. En un mercado laboral tenso, el obrero pierde el miedo al despido, puede exigir mejores condiciones, puede bloquear la producción. El Krátos mayoritario requiere, entre otras cosas, que el número no tema ejercer su fuerza. El pleno empleo era esa condición.

El giro fue deliberado, aunque caótico en su ejecución: el sistema empezó a tolerar —y luego a buscar activamente— el desempleo como instrumento de gobierno. El "shock monetarista" de finales de los 70 e inicios de los 80 no fue solo una medida técnica para controlar la inflación; fue una palanca para enfriar la economía, provocar cierres de empresas, romper expectativas salariales y construir una cola de parados que disciplinara a quienes seguían empleados.

En el núcleo de ese endurecimiento, la tasa efectiva de fondos federales en EE.UU. alcanzó 19,10% en junio de 1981. Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal, llevaba un registro personal de los convenios colectivos más importantes, usando la restricción monetaria como arma para forzar concesiones. Cuando la UAW (sindicato del automóvil) negociaba, Volcker apretaba. No era economía; era guerra de clases disfrazada de política monetaria.

El desempleo dejó de ser un fallo del sistema. Volvió a ser un mecanismo de orden social. La mayoría reaprendió lo que el pacto había adormecido: que el riesgo puede ser privatizado, que la supervivencia es individual, y que el miedo es una forma eficaz de mando.

5) Monetarismo: la tecnología institucional de la despolitización

El monetarismo se presentó como una doctrina neutral sobre el control del dinero, pero funcionó como una tecnología institucional para vaciar de contenido el Krátos democrático. El objetivo del Estado cambió de raíz:

  • De sostener la demanda agregada y el empleo...
  • ...a priorizar la estabilidad de precios y la credibilidad ante los mercados financieros.

El paso clave fue la independencia de los bancos centrales. Al consolidar un régimen tecnocrático de política monetaria separado del ciclo electoral, se sustrajo la economía del conflicto democrático y se reetiquetó como necesidad técnica. La inflación se declaró un tabú absoluto; la economía, un asunto de "expertos". Las mayorías seguían votando, pero dejaban de decidir sobre el marco donde el Krátos podría materializarse: empleo, salarios, crédito, inversión.

Dicho en seco: se despolitizó el campo económico precisamente en el momento en que el Krátos mayoritario empezaba a reclamar poder real sobre él. Y se lo entregó a reglas diseñadas para blindar la prioridad del capital: la estabilidad financiera por encima de cualquier otra consideración.

La ecuación cuantitativa del dinero de Friedman —MV = PY— se convirtió en tótem: el control de M (oferta monetaria) era la única responsabilidad legítima del Estado, mientras que variables como el nivel de empleo quedaban al arbitrio de la "tasa natural de desempleo", un concepto que naturalizaba una cola permanente de parados como condición necesaria para el equilibrio.

Esto no era física. Era política presentada como destino.

6) Neoliberalismo: restauración oligárquica (pero aún con freno externo)

El neoliberalismo no llegó para traer "menos Estado", sino para reorientarlo. Fue un Estado activo el que ejecutó el programa de restauración:

  • Desregulación selectiva (sobre todo financiera, mientras se recrudecía la regulación sobre el trabajo y la protesta).
  • Privatización y mercantilización de servicios que antes eran derechos.
  • Reformas fiscales que aliviaron la carga sobre el capital y la desplazaron hacia el consumo y las rentas del trabajo.
  • Debilitamiento sistemático de la negociación colectiva y de la capacidad de bloqueo del trabajo organizado.

Este último punto no es retórica. Es medible. En Estados Unidos, la tasa de afiliación sindical pasó de 20,1% en 1983 a 16,1% en 1991, camino de su colapso posterior. En el Reino Unido, Thatcher destruyó sindicatos emblemáticos (los mineros en 1984-85) mediante violencia estatal directa, enviando un mensaje inequívoco: el Krátos mayoritario ya no era tolerado.

El núcleo del programa era sencillo: restituir el mando minoritario haciendo que la economía funcione como disciplina, no como pacto. El individuo es convocado a ser "responsable" de su propia supervivencia. La solidaridad se degrada a coste. La vida colectiva se reduce a suma de trayectorias privadas.

Pero —y esto es clave— la restauración no era completa todavía. La URSS seguía existiendo. Seguía habiendo un bloque alternativo, aunque en declive. Las élites occidentales no podían desmantelar por completo el Estado social sin arriesgar inestabilidad. El neoliberalismo de los 80 fue restauración con freno de mano puesto.

7) Globalización y finanzas: la salida estructural (preparando el terreno)

Cuando el trabajo se organizó en el centro desarrollado y se volvió "caro" o "rebelde", el capital buscó dos salidas para eludir el Krátos y recomponer el mando:

a) Movilidad geográfica

La deslocalización y las cadenas globales de suministro permiten jugar al "divide y vencerás" entre trabajadores de países distintos, forzándolos a competir a la baja. La amenaza de salida debilita la negociación incluso antes de moverse: basta con que pueda moverse.

Esto no fue un proceso "técnico" impulsado solo por la containerización o las telecomunicaciones (aunque esos cambios materiales lo hicieron posible). Fue una decisión política: liberalización comercial, tratados de inversión, desregulación del movimiento de capitales. Las élites construyeron deliberadamente un marco donde el capital pudiera moverse libremente mientras el trabajo permanecía atrapado en fronteras nacionales.

La incorporación de China, India y el bloque ex-soviético al mercado mundial (proceso que se acelerará tras 1991) duplicará la fuerza laboral global disponible para el capital. No es solo "amenaza de salida"; es una recomposición material del poder de negociación a escala planetaria. Pero en los 80, esto apenas comienza.

b) Financiarización

La primacía del accionista y el crédito como forma de mando. El crédito sustituye a salarios estancados, convirtiendo al ciudadano en deudor: un sujeto más conservador ante cualquier conflicto que amenace su capacidad de pago.

El dato es brutal: el Household Debt Service Ratio (pagos de deuda como porcentaje de la renta disponible) en Estados Unidos alcanzó 15,85% en 2007, pero la escalada ya había comenzado en los 80. La vida cotidiana queda atada a obligaciones financieras. El trabajador ya no solo teme perder el empleo; teme perder la casa, el coche, el acceso al crédito.

Pero la finanza no solo disciplina individuos; disciplina también a los Estados. La política se subordina a la "credibilidad" ante los mercados, al coste de la deuda, a las calificaciones de agencias de rating. El gobierno electo gestiona restricciones; ya no decide soberanía material. Y esto se agravará exponencialmente tras 1991, cuando los flujos de capital se liberen por completo.

8) Fragmentación: desactivando el Krátos desde dentro

El sujeto mayoritario industrial era peligroso por su concentración espacial, sincronía temporal y claridad relacional:

  • Espacialmente: Miles de trabajadores en la misma fábrica podían verse, reunirse, conspirar.
  • Temporalmente: Turnos sincronizados, pausas colectivas, ritmos compartidos que permitían coordinar acciones.
  • Relacionalmente: Un patrón claro contra quien dirigir la rabia y la presión.

El neoliberalismo descompone sistemáticamente estas tres dimensiones mediante:

  • Terciarización y subcontratación (outsourcing).
  • Dispersión de centros de trabajo y fragmentación de cadenas productivas.
  • Individualización del riesgo: temporalidad, falsos autónomos, economía de plataformas (que vendrá después, pero cuyos fundamentos se ponen ahora).

Esta ingeniería política —disfrazada de "modernización" y "flexibilidad"— persigue un objetivo preciso: que el número ya no se traduzca en fuerza organizada. Un conjunto de personas dispersas, con horarios distintos y contratos precarios, puede ser mayoría aritmética, pero ya no es un poder político. El Krátos mayoritario requiere infraestructura de relación. Sin ella, el número es estéril.

9) Resultado Krátos: de la amenaza al repliegue (pero aún no la derrota total)

La pregunta de por qué la mayoría no manda encuentra aquí otra pieza del puzzle: el sistema destruye las infraestructuras de relación que hacían posible el mando popular. No es solo un cambio de política económica; es una transformación del cuerpo social.

El neoliberalismo no se impuso porque las masas fueran estúpidas. Se impuso porque:

  1. Encontró un sujeto social ya anclado biográficamente al sistema por el consumo (como vimos en la entrega anterior).
  2. Lo remató mediante la inseguridad material: cuando la vida es una carrera por la supervivencia individual y el riesgo está privatizado, la disponibilidad para la apuesta colectiva desaparece.
  3. Fragmentó las estructuras que permitían convertir el número en acción coordinada.

Pero hay que ser precisos: esto no es derrota total todavía. En los años 80, el trabajo organizado resiste. Hay huelgas masivas (Reino Unido 1984, Francia 1986-87). Hay gobiernos socialdemócratas que frenan parcialmente el programa (Escandinavia, parcialmente Francia tras el giro de 1983). La restauración avanza, pero con fricción, con resistencia, con límites.

Y el límite mayor es éste: la URSS sigue existiendo. Mientras haya un bloque alternativo, las élites occidentales no pueden permitirse una confiscación total de la renta. No pueden desmantelar por completo el Estado social sin arriesgar deslegitimación masiva. El neoliberalismo de los 80 es una restauración incompleta.

El dato de distribución lo muestra: en Estados Unidos, el 1% superior captura aproximadamente el 16% del ingreso nacional en 1990 (antes de impuestos y transferencias). Es mucho más que en 1970 (8-9%), pero aún lejos del 21-23% que capturará tras 2000. La confiscación está en marcha, pero no ha llegado a su techo.


Cierre: El dispositivo está listo, pero falta quitar el freno

En los años 70 y 80 se construyó el dispositivo disciplinario: se rompió el pacto, se instaló el régimen monetarista, se debilitó al trabajo, se fragmentó el cuerpo social, se globalizó el capital, se financiarizó la vida cotidiana. Todo estaba listo para una restauración oligárquica plena.

Pero había un freno: la existencia de la URSS. Mientras hubiera un sistema alternativo —aunque fuera un sistema gris, estancado, burocrático—, las élites occidentales no podían prescindir completamente del consenso social. No podían arriesgar que las mayorías se desafeccionaran en masa y empezaran a mirar al Este con nostalgia o curiosidad renovada.

1991 no creó el neoliberalismo. Pero lo liberó.

Cuando cayó el muro de Berlín y se desintegró la Unión Soviética, desapareció el último contrapeso externo que obligaba a las élites a mantener alguna forma de pacto social. Desde ese momento, la restauración ya no necesitó legitimarse como excepción, ni siquiera como "mal menor frente al comunismo". Pudo presentarse como normalidad. Como única opción posible. Como destino.

El capitalismo se quedó solo en el tablero. Y el mandato minoritario dejó de requerir excusas, máscaras o concesiones estructurales.

Lo que viene después —la confiscación masiva de renta, el desmantelamiento acelerado del Estado social, la conversión de la deuda en mecanismo de gobierno, la precarización total del trabajo— no es una "segunda fase" del neoliberalismo. Es el neoliberalismo sin freno de mano.


Nota final: La curva de Piketty sobre la participación del 1% en el ingreso nacional no describe una "ley económica natural" (r > g). Describe el termómetro del Krátos. Cuando el trabajo organizado tiene poder real (1945-1975), la distribución se comprime. Cuando lo pierde (antes de 1914, después de 1980), la confiscación oligárquica se dispara. Y cuando pierde no solo su poder interno sino también su palanca externa (la alternativa soviética), la confiscación ya no tiene techo.

La renta no se distribuye según "productividad marginal". Se distribuye según correlación de fuerzas. Y en 1991, esa correlación se quebró definitivamente a favor de la minoría.


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