Por qué EE.UU. no puede ganar una guerra en la puerta de China


Estados Unidos ha sido durante décadas la potencia indiscutida de los mares. Sus portaaviones, respaldados por destructores y submarinos nucleares, eran garantía de poder proyectar fuerza en cualquier punto del planeta. Pero frente a China, en el Pacífico occidental, esa lógica se rompe.

¿Por qué? Porque mientras en Washington se sigue imaginando la guerra en términos de Midway o Normandía, Pekín ha levantado un sistema de defensa multidominio que convierte su periferia marítima en un espacio letal.


El dilema estratégico de EE.UU.

  1. Burbuja de negación de acceso (A2/AD)

    • China ha desplegado misiles balísticos antibuque (DF-21D, DF-26) y misiles hipersónicos que alcanzan entre 1.500 y 4.000 km.

    • Esto significa que los portaaviones estadounidenses tendrían que permanecer muy lejos, reduciendo drásticamente la eficacia de su aviación embarcada.

  2. Asimetría de costes

    • Para China, defender su costa es barato: basta con baterías de misiles y sistemas de vigilancia.

    • Para EE.UU., arriesgar un portaaviones de 13.000 millones con miles de marinos a bordo es casi impensable. El miedo a esa pérdida condiciona toda la estrategia.

  3. El problema de la proyección

    • Como resume el analista Robert Kaplan: “China no necesita derrotar a Estados Unidos en alta mar; solo tiene que hacerle demasiado costoso entrar en su vecindario.”

    • El resultado es que EE.UU. puede mostrar fuerza, pero no proyectarla de manera efectiva en el umbral mismo de China.


¿De qué hablan los americanos cuando hablan de una guerra con China?

En el debate estratégico estadounidense, “guerra con China” suele imaginarse con un marco heredado de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría. Manuales como el Joint Operational Access Concept (2012), los ejercicios del Marine Corps (Expeditionary Advanced Base Operations) y documentos como la Indo-Pacific Strategy (2022) o el Annual Report to Congress on China (2023) reproducen escenarios donde:

  • Batallas de portaaviones en el Pacífico: ecos de Midway, con gigantescas flotas enfrentándose en mar abierto.

  • Operaciones anfibias de gran escala: imaginarios de Normandía, trasladados a Taiwán o a las islas del Mar de China Meridional.

  • Superioridad tecnológica asegurada: la convicción de que la innovación estadounidense inclinará inevitablemente la balanza.

Pero este marco es profundamente anacrónico.

  • China no es Japón: Japón era un archipiélago vulnerable a bloqueos; China es un Estado continental con profundidad estratégica terrestre y recursos internos que hacen inviable repetir aquel guion.

  • Incluso contra Japón: EE.UU. nunca se atrevió a invadir directamente las islas principales. La estrategia fue otra: asfixiar con bloqueos y bombardear. Si eso era impensable en 1945, contra China en 2025 es un auténtico sinsentido.

  • Doctrina congelada en el tiempo: gran parte de estos supuestos proceden de los años 50, cuando China era una potencia periférica y EE.UU. podía pensar en superioridad naval sin restricciones. Hoy, esa lógica no se ha actualizado, aunque la realidad haya cambiado radicalmente.

Como señala Oriana Skylar Mastro (Stanford): “Estados Unidos sigue pensando en derrotar a China como derrotó a Japón, pero ese escenario pertenece a un mundo que ya no existe.”


La imposibilidad de una “victoria” clásica

  • No habrá invasión: la idea de que EE.UU. podría desembarcar en la costa china es una fantasía. La escala, el terreno y los costes lo hacen imposible.

  • Lo que haría falta:
    Para plantear una victoria militar clásica, Washington tendría que concentrar en el Pacífico occidental una fuerza comparable —o incluso mayor— que la desplegada en el desembarco de Normandía. Eso implicaría:

    • Cientos de buques de transporte y escolta.

    • Decenas de divisiones terrestres listas para combatir en territorio hostil.

    • Miles de aeronaves para mantener la superioridad aérea en una zona saturada de misiles.

    • Líneas logísticas que cruzarían el Pacífico entero, vulnerables a ataques submarinos y de largo alcance.

  • El coste económico y político:
    Esa escala de movilización es económicamente inviable para EE.UU. en el siglo XXI y políticamente insostenible para una democracia que no está dispuesta a asumir cientos de miles de bajas. La opinión pública simplemente no respaldaría un sacrificio semejante para ocupar un país-continente como China.

  • El objetivo real: por eso, Washington no busca ocupar China, sino defender a Taiwán, Japón y Filipinas, y garantizar el libre tránsito marítimo.

  • La paradoja: China puede “ganar” localmente (defender su perímetro, bloquear Taiwán), mientras que EE.UU. solo podría “ganar” globalmente, controlando rutas y estrangulando el comercio chino en el Índico o el Pacífico central.


Lo más probable: una no-guerra

¿Por qué, sabiendo todo esto, una guerra es improbable?

  • Porque sería catastrófica para ambos: China perdería comercio e inversiones; EE.UU. arriesgaría su prestigio y activos estratégicos.

  • Porque existe una interdependencia económica que ninguna otra rivalidad de la Guerra Fría tuvo.

  • Porque la competición ya ocurre en otros frentes: tecnología, diplomacia, comercio, influencia en el Sur Global.

El verdadero peligro no está en un plan deliberado de guerra, sino en una crisis mal gestionada: un choque accidental en el mar de China Meridional, una escalada en torno a Taiwán, un error de cálculo.


Conclusión

Estados Unidos puede seguir proyectando fuerza global, pero no puede derrotar a China en su propia puerta.

  • Sus portaaviones son demasiado vulnerables para arriesgarlos en el Pacífico occidental.

  • El coste político y humano de perder uno sería insoportable.

  • Y, sobre todo, los recursos necesarios para “ganar” de manera clásica son tan desmesurados que superan la capacidad económica, logística y política de EE.UU..

Por eso, la verdadera batalla entre EE.UU. y China probablemente nunca se libre en el mar con portaaviones en primera línea. Se dará en los mercados, en la tecnología y en el espacio de la influencia global. La guerra abierta sería el peor resultado para ambos, y la consciencia de esa imposibilidad es, paradójicamente, la mejor garantía de que no ocurra.

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